—¿Y si encontráramos el modo de sacarte de ahí?— —Te aseguro que no hay ninguno— —Eres un tanto pesimista, ¿no?— La miró divertido. —Estar atrapado durante dos mil años tiene ese efecto sobre las personas— Bella lo observó mientras acababa la comida, con la mente en ebullición. Su parte más optimista se negaba a escuchar su fatalismo, exactamente igual que la terapeuta que había en ella se negaba a dejarlo marchar sin ayudarlo. Había jurado aliviar el sufrimiento de las personas, y ella se tomaba sus juramentos muy en serio. Quien la sigue, la consigue. Y aunque tuviese que atravesar océanos o cruzar el mismo infierno, ¡encontraría el modo de liberarlo! Mientras tanto, decidió hacer algo que dudaba mucho que alguien hubiese hecho por él antes: iba a encargarse de que disfrutara de su libertad en Nueva Orleáns. Las otras mujeres lo habían mantenido encerrado en los confines de sus dormitorios o de sus vestidores, pero ella no estaba dispuesta a encadenar a nadie. —Bien, entonces digamos que esta vez vas a ser tú el que disfrute, tío— Él alzó la mirada del cuenco con repentino interés. —Voy a ser tu sirvienta— continuó Bella. —Haremos cualquier cosa que se te antoje. Y veremos todo lo que se te ocurra— Mientras tomaba un sorbo de vino, curvó los labios en un gesto irónico. —Quítate la camisa— —¿Cómo?— preguntó Bella. Edward dejó a un lado la copa de vino y la atravesó con una lujuriosa y candente mirada. —Has dicho que puedo ver lo que quiera y hacer lo que se me antoje. Bien, pues quiero ver tus pechos desnudos y después quiero pasar la lengua por...— —¡Oye grandullón!, ¡relájate!— le dijo Bella con las mejillas ardiendo y el cuerpo abrasado por el deseo. —Creo que vamos a dejar claras unas cuantas reglas que tendrás que cumplir cuando estés aquí. Número uno: nada de eso— —¿Y por qué no?— *Sí*, le exigió su cuerpo entre la súplica y el enfado. *¿Por qué no?*. —Porque no soy ninguna gata callejera con el rabo alzado para que cualquier gato venga, me monte y se largue— Edward alzó una ceja ante la cruda e inesperada analogía. Pero más que las palabras, lo que le sorprendió fue el tono amargo de su voz. Debieron utilizarla en el pasado. No era de extrañar que se asustase de él. Una imagen de Penelope le pasó por la mente y sintió una punzada de dolor en el pecho, tan feroz que tuvo que recurrir a su firme entrenamiento militar para no tambalearse. Tenía muchos pecados que expiar. Algunos habían sido tan grandes que dos mil años de cautiverio no eran más que el principio de su condena. No es que fuese un bastardo de nacimiento; es que, tras una vida brutal, plagada de desesperación y traiciones, había acabado convirtiéndose en uno. Cerró los ojos y se obligó a alejar esos pensamientos. Eso era, nunca mejor dicho, historia antigua y esto era el presente. Bella era el presente. Y estaba en él por ella. Ahora entendía lo que Eleanor quería decir cuando le habló sobre Bella. Por eso le convocaron. Para mostrarle a Bella que el sexo podía ser divertido. Nunca antes se había encontrado en una situación semejante. Mientras la observaba, sus labios dibujaron una lenta sonrisa. Ésta sería la primera vez que tendría que perseguir a una mujer para que lo aceptara. Anteriormente, ninguna había rechazado su cuerpo. Con la inteligencia de Bella y su testarudez, sabía que llevársela a la cama sería un reto comparable al de tender una emboscada al ejército romano. Sí, iba a saborear cada momento. Igual que acabaría saboreándola a ella. Cada dulce y pecoso centímetro de su cuerpo. Bella tragó saliva ante la primera sonrisa genuina de Edward. La sonrisa suavizaba su expresión y lo hacía aún más devastador. ¿Qué demonios estaría pensando para sonreír así? Por enésima vez, sintió que se le subían los colores al pensar en su crudo discursito. No lo había hecho a propósito; en realidad no le gustaba desnudar sus sentimientos ante nadie, especialmente ante un desconocido. Pero había algo fascinante en este hombre. Algo que ella era percibía de forma perturbadora. Quizás fuese el disimulado dolor que reflejaban de vez en cuando esos celestiales ojos verdes, cuando lo pillaba con la guardia baja. O tal vez fuesen sus años como psicóloga, que le impedían tener un alma atormentada en su casa y no prestarle ayuda. No lo sabía.
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