-Sí -contestó, preguntándose por qué aquellos ojos hacían que se sintiera tan extraña-. ¿Viene usted del castillo de Massen? El hombre alzó ligeramente una ceja y ese fue el único cambio de su expresión.
-Dui, soy Edward de Massen. He venido para llevarla ante la condesa. -¿De Massen? –Repitió Bella con cierta sorpresa-. ¿No será usted otro de mis misterio sois parientes? La ceja permaneció alzada y los labios plenos y sensuales se curvaron casi imperceptiblemente.
-Se podría decir, mademoiselle, que somos, de alguna manera, primos. -Primos -murmuró ella mientras ambos se observaban detenidamente, como dos boxeadores profesionales que se estudian antes de decidirse a lanzar el primer golpe. El pelo cobrizo y sedoso caía lacia mente sobre el cuello y los verdes ojos, que no dejaban de mirarla, parecían casi negros en su piel broncea da por el sol. Sus rasgos eran angulosos, como los de un halcón o un pirata, y toda su persona emanaba un aura viril que la atraía y le repelía al mismo tiempo. Bella sintió un súbito de seo de tener consigo un cuaderno de dibujo, preguntándose si sería capaz de captar la aristocrática virilidad de aquel hombre con la ayuda de un lápiz y una hoja de papel. El exhaustivo examen de Bella no pareció perturbar en absoluto a su lejano primo, y él sostuvo su mirada con ojos fríos y distantes.
-Su equipaje será llevado directamente al castillo -dijo. Luego se inclinó para recoger las maletas que Bella había bajado con ella al andén-. Ahora, si me acompaña, la condesa está ansiosa por conocerla.
La condujo hasta un reluciente sedán negro, la ayudó a tomar asiento en el lugar del acompañante y colocó el equipaje en el maletero. Su comportamiento era tan frío e impersonal que Bella se sintió simultáneamente molesta y curiosa. Edward de Massen comenzó a conducir en absoluto silencio y Bella se volvió para mirarle abiertamente. -¿Y cómo es que somos primos? -preguntó. -¿Cómo debo llamarle?, se preguntó. ¿Monsieur Edward. Eh, tú?"
-El esposo de la condesa, el padre de su madre, murió cuando su madre era una niña. -Él comenzó su explicación en un tono cortés y visiblemente aburrido, y Bella sintió la tentación de decirle que no se molestara-. Varios años más tarde, la condesa se casó con mi abuelo, el conde de Massen, cuya esposa había muerto dejándolo solo con un hijo, mi padre. -Volvió la cabeza y la miró fugazmente-. Su madre y mi padre fueron criados en el castillo como si fue sen hermanos. Mi abuelo murió, mi padre se casó, vivió el tiempo suficiente para verme nacer y luego se mató en un accidente de caza. Mi madre suspiró por él durante tres años y luego acabó por unirse a mi padre en la cripta de la familia. La historia había sido recitada con una voz remota y carente de toda emoción y Bella no sintió por él la compasión que normalmente hubiese experimentado por un niño huérfano. Observó por un momento su perfil aguileño.
-De modo que eso le convierte en el actual conde de Massen y en mi primo por matrimonio. De nuevo, él la miró breve mente y con cierta negligencia antes de responder.
-Oui.
-No puedo decirle cuán impresionada me siento por ambos hechos -exclamó Bella sin preocuparse por disfrazar el sarcasmo que se advertía en su voz.
La ceja de Edward volvió a alzarse mientras la miraba, y Bella pensó por un instante que en sus ojos oscuros bailaba una sonrisa burlona. Pero luego decidió que no era posible, segura de que el hombre que estaba sentado junto a ella jamás se reía.
¿Conoció usted a mi madre? -preguntó ella cuando el silencio comenzó a hacerse desagradable.
-Oui. Yo tenía ocho años cuando ella se marchó del castillo.
-¿Por qué se marchó? -preguntó ella, mirándole fijamente con sus ojos color marrón. Él volvió la cabeza y la miró con idéntica fije za. Bella se sintió perturbada por su poder Antes de que Edward volviese a concentrarse en la conducción del coche.
-La condesa le dirá lo que ella desee que usted sepa.
-¿Lo que ella desee? -exclamó Bella, irritada por su deliberado desaire-. Vamos a aclarar las cosas, primo. Yo pretendo averiguar por qué mi madre abandonó Bretaña y por qué he pasado toda mi vida ignorando que tenía una abuela en Francia. Con movimientos lentos e indolentes, Edward encendió un cigarrillo y expulsó el humo perezosamente.
-No hay nada que yo pueda explicarle al respecto.
-Querrá decir -le corrigió ella, entrecerrando los ojos- que no hay nada que usted desee explicarme al respecto.
Él se limitó a encoger sus poderosos hombros y Bella se volvió para mirar a través de la ventanilla abierta, imitando sus movimientos en versión estadounidense, y no alcanzó a advertir la ligera sonrisa que esbozó él ante su ademán. Continuaron el viaje casi en silencio, aunque Bella, ocasionalmente, preguntaba por algunos detalles del paisaje y Edward le contestaba con amables monosílabos, sin hacer ningún esfuerzo por extenderse en la conversación. El dorado sol y el ciclo azul hubiesen sido suficiente estímulo para disipar el mal humor del viaje, pero aquella continua frialdad pesaba mucho más que los dones de la naturaleza.
-Por ser un conde de Bretaña -observó ella con engañosa dulzura, después de que le escaparan otras dos silabas-, habla usted un inglés casi perfecto. El sarcasmo resbaló sobre él como la brisa de verano y su respuesta fue levemente condescendiente.
-La condesa también habla el inglés muy bien, mademoiselle. Los criados, no obstante, sólo hablan francés o bretón. Si se encuentra usted en dificultades por esta razón, sólo tiene que pedirnos a la condesa o a mí que la ayudemos. Bella alzó el mentón y volvió hacia él sus ojos dorados, con evidente desprecio.
-Ce n'est pas nécessaire, monsieter le compre. Le parle bien le francais. Una ceja oscura se alzó en un gesto altivo que armonizaba con sus labios.
-Bien -replicó él en el mismo idioma-. Eso facilitará su visita al castillo.
-¿Falta mucho aún para llegar al castillo?- preguntó ella sin abandonar el francés. Tenía calor, estaba cansada y necesitaba un baño. El largo viaje y la diferencia horaria con tribuían a que tuviese la impresión de que hacía días que estaba dentro de un vehículo, y anhela ha disponer de una bañera llena de agua caliente y jabonosa.
-Hace rato que estamos en tierras de la familia Massen, demoiselle -dijo él sin apartar los ojos del camino-.
Pronto divisaremos el castillo. El coche había ascendido lentamente una pequeña colina. Bella cerró los ojos al sentir un dolor que había comenzado a torturarle la sien izquierda y deseó fervientemente que su misteriosa abuela hubiese vivido en un lugar menos complicado, como Idaho o Nueva Jersey. Cuan do volvió a abrir los ojos, los dolores, la fatiga y los lamentos se esfumaron como el polvo bajo el sol ardiente. -¡Deténgase! -gritó en inglés, mientras apoyaba involuntariamente una mano sobre el brazo de Edward.
El castillo se alzaba ante ellos, orgulloso y solitario. Era una inmensa construcción de piedra perteneciente a otro siglo, con torres cilíndricas, muros almenados y una techumbre cónica de tejas que brillaba con destellos grises contra el azul del cielo. Tenía innumerables ventanas, altas y estrechas, que reflejaban la luz crepuscular con un grandioso mosaico de colores. Era un castillo antiguo, arrogante y seguro, y Bella se enamoró instantáneamente de la vetusta mole de piedra. Edward observó la sorpresa y el placer que reflejaba el rostro desprevenido de Bella mientras sentía sobre su brazo el contacto cálido y ligero de su pequeña mano. Un rizo rebelde cayó sobre la frente de Bella y Edward extendió una mano para apartarlo. Sin embargo, se reprimió en el último momento y se miró la mano con una mezcla de sorpresa y fastidio. Bella estaba demasiado absorta en la contemplación del castillo y no advirtió el frustrado movimiento de Edward. Ya estaba planean do qué ángulos utilizaría para sus bocetos e imaginando el foso que debió circundarlo en el pasado.
-Es fabuloso -dijo por último, volviéndose hacia su acompañante. Retiró apresuradamente la mano que descansaba sobre el brazo de Edward, preguntándose cómo diablos había llegado hasta allí—. Parece salido de un cuento de hadas. Con un poco de imaginación, hasta puedo oír el sonido de los clarines, ver a los caballeros con sus resplandecientes armaduras y a las damas de la corte con sus amplios vestidos y sus sombreros altos y terminados en punta. ¿Acaso también hay un dragón en la vecindad? Bella sonrió con el rostro iluminado e increíblemente encantador.
-No -dijo él-. A menos que contemos a Marie, la cocinera -añadió, olvidándose por un Instante del muro frío y cortés que había levantado entre ellos y permitiendo que ella notase la amplia y cautivadora sonrisa que le hacía aparecer más joven y accesible. "De modo que, después de todo, es humano", dedujo Bella. Pero al tiempo que su pulso se aceleraba en respuesta a su súbita e inesperada sonrisa, ella comprendió que al mostrarse humano era infinitamente más peligroso. Liando sus ojos se encontraron y ambos sostuvieron la mirada, Bella tuvo la extraña sensación de encontrarse totalmente sola con él, y de que el resto del mundo era sólo un telón de fon do mientras ellos permanecían sentados en una soledad encantada, y Georgetown parecía estar infinitamente lejos. El cortés y distante extranjero reemplazó muy pronto al acompañante encantador y Edward reanudó la marcha, mostrándose aún más frío y remoto después del breve y amistoso interludio.
Cuidado, Isabella -se previno a sí misma-. Tu imaginación se ha desbocado nuevamente. Este hombre, definitivamente, no es para ti. Por alguna razón desconocida, ni siquiera se siente atraído por ti, y sigue siendo un aristócrata frío y condescendiente a pesar de su sonrisa fugaz. Edward detuvo el coche en un amplio ca mino circular bordeado por un patio enlosado y con muros de piedra bajos, cubiertos de lujuriosas enredaderas. Él bajó del coche con elegantes movimientos y Bella hizo lo propio antes de que Edward lograra llegar a su puerta para ayudarla. Bella estaba tan fascinada por la atmósfera de libro de cuentos que no advirtió el gesto contrariado de él ante su acción. Edward la cogió de un brazo y la condujo hacia una enorme puerta de roble, después de salvar unos cuantos peldaños de piedra. Luego, accionando un reluciente tirador de bronce, hizo una pequeña reverencia y le indicó que entrase. El vestíbulo de entrada era enorme. Los suelos estaban pulidos y brillaban como espejos y, además, se veían exquisitas alfombras hechas a mano. Las paredes estaban artesonadas y de ellas colgaban hermosos tapices, grandes, coloridos e increíblemente antiguos. Un gran perchero y una mesa de caza, ambos de roble y con el brillo que les daba la pátina de los siglos, sillas también de roble con los asientos de cuero, y el anima de flores naturales completaban la atmósfera de la habitación, que a Bella le pare ció extrañamente familiar. Era como si ella hubiese sabido lo que le esperaba cuando cruzó el umbral antes de entrar en el castillo, y la habitación pareció reconocerla y darle la bienvenida.
-¿Ocurre algo? -preguntó Edward, al advertir su expresión confundida. Bella meneó la cabeza con un ligero estremecimiento.
-Déjd vu -musitó volviéndose hacia él-. Es muy raro pero tengo la sensación de que ya he estado en este lugar. -Se reprimió justo a tiempo, antes de añadir "con usted". Dejó escapar un profundo suspiro y se encogió de hombros-. Es muy extraño.
-De modo que la has traído, Edward. -Bella apartó la vista de los ojos verdes súbitamente penetrantes para observar a su abuela, que se acercaba a ella. La condesa de Massen era alta y casi tan delgada como la propia Bella. Su pelo era de un blanco puro y brillante y parecía una nube encima del rostro anguloso que desafiaba la red de arrugas que el tiempo había vertido sobre él. Tenía los ojos claros, de un azul penetrante, debajo de las cejas perfectamente arqueadas, y caminaba con aire regio, como la mujer que sabe que más de seis décadas no han podido marchitar su belleza. "Esta no es una mujer cualquiera –pensó Bella rápidamente-. Esta dama es una condesa de la cabeza a los pies." Los ojos claros observaron lentamente a Bella y ella advirtió que un temblor emocionado cruzaba el rostro anguloso antes de volver a su expresión impasible. La condesa extendió una hermosa mano cubierta de anillos.
-Bien venida al Cháteau Massen, Isabella Swan. Yo soy la condesa Perla de Massen. Bella estrechó la delicada mano entre las suyas, preguntándose con cierta extravagancia si debía besarla y hacer una reverencia.
-Gracias, madame. Me encanta estar aquí.
-Seguramente estarás cansada después de un viaje tan largo -dijo la condesa-. Yo misma te indicaré cuáles son tus habitaciones. Desearás descansar un rato antes de cambiarte para la cena. La anciana dama se dirigió hacia una gran es calera curva y Bella la siguió. Se detuvo en el rellano y volvió la cabeza para descubrir que Edward la estaba mirando con expresión sombría. Él no hizo ningún esfuerzo para suavizar la tensión de su rostro y tampoco apartó su mirada. Bella se volvió rápidamente y continuó su camino detrás de la ya lejana espalda de la condesa. Las dos mujeres caminaron a lo largo de un estrecho corredor iluminado con lámparas de cobre empotradas en la pared, reemplazando, pensó Bella, lo que alguna vez debieron ser seguramente antorchas. Cuando la condesa se detuvo ante una de las puertas, se volvió una vez más hacia Bella y, después de examinarla detenidamente, abrió la puerta y le indicó que entrase. La habitación era grande y abierta, pero conservaba un aire de delicada gracia. Los muebles eran de color cereza brillante y una enorme coma endoselada dominaba la habitación y su colcha de seda estaba adornada con algunos pespuntes que revelaban el inexorable paso del tiempo. Una chimenea de piedra ocupaba la pared opuesta a los pies de la cama, y una colección de figuras de porcelana de Dresde se reflejaba en el gran espejo que colgaba encima de la misma. Un extremo de la habitación era curva do y totalmente acristalado y un banco interior, adosado a la ventana, invitaba a reposar mientras se admiraba el maravilloso paisaje. Bella sintió intensamente el incontrolable hechizo de la habitación, un aura de amor y de felicidad en la suave elegancia del ambiente.
-Esta era la habitación de mi madre -dijo. Nuevamente un aleteo de emoción cruzó el rostro de la condesa, como si fuese la llama de una vela sorprendida por una corriente de aire.
-Oui. Renee la decoró personalmente cuan do tenía dieciséis años.
-Gracias por haberla reservado para mí, madame -dijo ella. La fría respuesta de la anciana no había podido disipar la calidez que la habitación le ofrecía a ella y Bella sonrió-. Durante mi estancia en el castillo me sentiré muy cerca de mi madre. La condesa se limitó a asentir con un leve ges to de la cabeza y pulsó un pequeño botón que había junto a la cama.
-Alice se encargará de prepararte el baño. Tu equipaje llegará muy pronto y ella se ocupará de ordenar tus cosas. Acostumbramos a cenar a las ocho, a menos que quieras un refrigerio ahora.
-No, gracias, condesa -dijo Bella, mientras comenzaba a sentirse como una huésped en un lujoso hotel-.
A las ocho estaré lista. La condesa se dirigió a la puerta.
-Alice te llevará al salón una vez que hayas descansado. Tomaremos un cóctel a las siete y media. Si deseas algo, sólo tienes que utilizar el timbre.
La puerta se cerró tras ella. Bella inspiró profundamente y se dejó caer en la enorme cama. "¿Por qué diablos he venido a este castillo? -se preguntó, cerrando los ojos al sentir un súbito acceso de soledad-. Debí quedarme en Georgetown, con Jacob, debí permanecer en un ambiente que pudiera entender. ¿Qué estoy bus cando aquí?" Volvió a suspirar y examinó la habitación en un intento de combatir la depresión que comenzaba a invadirla. "La habitación de mi madre", se recordó a sí misma, y sintió la caricia cálida de una mano invisible. "Esto es algo que sí puedo entender." Luego se dirigió a la ventana y contempló el crepúsculo, un bello espectáculo con el sol que proyectaba sus últimos rayos, antes de sucumbir a un ligero sueño. Una dulce brisa agitaba el aire y las escasas nubes se movían ante su impulso, vagando perezosamente a través del oscurecido cielo. Un castillo en una colina de Bretaña. Sacudiendo la cabeza, Bella se arrodilló en el banco que había junto a la ventana y admiró el nacimiento de la noche. ¿Cómo encajaba Isabella Swan en este paisaje? Frunció el ceño ante la revelación que surgía de lo más profundo de su corazón.
"De alguna manera pertenezco a este lugar o, al menos, una parte de mí. Lo sentí. En el momento en que vi esos increíbles muros de piedra y nuevamente cuando entré en el castillo." Apartó ese pensamiento de su cabeza y lo sumergió en un rincón de su mente para concentrarse, en su abuela. Era evidente que la condesa no se había emocionado al conocerla, decidió Bella con una triste sonrisa. O tal vez fue solamente la tradicional formalidad europea lo que la hacía aparecer fría y distante. No era muy razonable que le pidiese que viniera a Francia si no hubiera sentido deseos de conocerla. Bella supuso que esperaba más de la condesa porque ella necesitaba más. Se encogió de hombros y luego se relajó. "La paciencia nunca ha sido una de mis virtudes, pero supongo que será mejor que comience a desarrollarla. Quizá si el recibimiento que me brindaron en la estación hubiese sido un poco más cálido..." Volvió a fruncir el ceño al recodar la actitud de Edward. "Podría jurar que él sintió deseos de meterme de nuevo en el tren en el momento en que me vio." Y luego esa exasperarte conversación en el coche. La expresión de su rostro se volvió más severa y apartó la mirada de la silenciosa penumbra del anochecer.
"Es un hombre muy desagradable -se dijo y su expresión se suavizó tornándose pensativa-, un verdadero compendio de lo que es un conde bretón. Tal vez por eso me afectó tan profundamente." Apretó el mentón en la palma de la mano y recordó la atmósfera que les había rodeado mientras permanecían solos, sentados en el coche, bajo las sombras que proyectaban los altos muros del imponente castillo.
"Es diferente de todos los hombres que he conocido en mi vida: elegante y vital al mismo tiempo. Dentro de él se esconde una tremenda potencia, la virilidad envuelta en un halo de sofisticación." Poder. La palabra relampagueó dentro de su cerebro y Bella frunció el ceño. "Sí -admitió con una renuencia que no alcanzaba a comprender-, en él hay poder y una absoluta confianza en sí mismo." "Desde el punto de vista de un artista, Edward constituye un estudio fascinante.
Él me atrae como artista -se dijo-, y ciertamente no como mujer. Una mujer tendría que estar loca para enredarse con un hombre así. Absoluta mente loca", se repitió firmemente.
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