Había perdido a su mejor amiga y descubierto que no era quien creía ser... y todo en un par de semanas. Eran dos acontecimentos demoledores, que habían catapultado a Isabella desde la seguridad de su vida hasta la atemorizante esfera de lo desconocido; y en aquel doloroso proceso, se había encontrado con una realidad totalmente nueva.
—Bueno, ya que estoy aquí, tendré que aceptarlo lo mejor que pueda —dijo.
Miró hacia el espejo, y frunció el ceño al ver la duda en las profundidades acarameladas de sus ojos marrones; intentó sofocar la desconcertante sensación de intentar mantener el equilibrio mientras una profunda fisura se abría a sus pies.
—Sigue respirando... tú sólo sigue respirando.
Allí de pie en la habitación del hotel, su propio consejo sonó un poco superficial; sin embargo, se aferró a él mientras permanecía inmóvil, hasta que el terror se desvaneció un poco y pudo volver a respirar con normalidad. Un hilo de sudor se deslizó entre sus pechos. Se enfrentaría a aquello... tenía que hacerlo, ya no había más redes de seguridad para salvarla si caía.
Desde el momento en que había decidido volar a aquella pequeña isla griega que había elegido al azar en un mapa, sintiendo una turbulenta mezcla de dolor y excitación porque allí iba a empezar la búsqueda de sí misma, Isabella se había prometido que evitaría todo lo que pudiera parecer rutinario. Iba a encontrar el espíritu aventurero que llevaba dentro, aunque tuviera que obligarlo a salir a la fuerza con una escopeta.
—No hay vuelta atrás, Isabella, así que será mejor que te hagas a la idea y lo aceptes.
Aquella vez su consejo no le pareció tan superficial, y sintió una oleada de determinación que la impulsó con propósito renovado. Tenía veintinueve años, hasta hacía poco había sido la propietaria de un negocio floreciente y exitoso, y no podía negar que su vida había sido bastante normal. Hija única y adorada de unos padres que la habían tenido pasados ya los cuarenta, le había sido inculcada desde pequeña la necesidad de ser cauta; por eso casi nunca actuaba espontáneamente, y jamás se había rebelado contra la situación.
Hasta tres meses atrás, claro... cuando unos inesperados acontecimientos la habían abrumado e impulsado a actuar como nunca antes lo había hecho.
Isabella, Bella, cerró la puerta de la habitación, y acuciada por la repentina necesidad de estar entre más gente, se apresuró a bajar por los escalones estilo «baños romanos» que conducían a la pequeña recepción del hotel. Era consciente de cómo el eco de sus pasos era lo único que alteraba la atmósfera silenciosa que la rodeaba, y el sonido de sus chancletas contra el frío suelo de mármol le pareció demasiado ruidoso.
Tras dejar la llave en su lugar correspondiente del casillero de la pared, salió al resplandor del sol y a la amalgama de aromas de la calle. No sabía lo que iba a hacer en su primer día en la isla, pero precisamente se trataba de eso. En vez de planearlo todo hasta la saciedad, se dejaría llevar; no iba a intentar anticipar el resultado de cada decisión, sino que iba a abrirse a las oportunidades que se fueran presentando.
Mientras caminaba por la estrecha y resbaladiza calle empedrada, Bella se obligó a relajar los hombros y a aflojar el paso, recordándose que estaba de vacaciones, no corriendo un maratón. Inhaló con fuerza en un gesto decidido, y el aire estaba tan cargado de aromas deliciosos que le resultó difícil decantarse por uno. Lo único que tenía claro era que la mezcla balsámica era estimulantemente diferente de cualquier cosa que hubiera experimentado en muchísimo tiempo.
Minutos después, sentada en una taberna junto al mar, con manteles azul marino y sombrillas a juego, Isabella observó con interés los yates pecaminosamente glamurosos que estaban atracados en el puerto frente a ella. Parecían estar llamándola y pidiéndole que los admirara, pero aunque sus líneas perfectas y su estructura resplandeciente la fascinaban, no despertaban en ella ninguna envidia. Ni siquiera una riqueza inimaginable era coraza suficiente para proteger a alguien de la agonía de una traición, o de la pérdida de un ser querido.
Su mejor amiga, Angela, había muerto de cáncer de pecho sin que ella supiera siquiera lo gravemente enferma que estaba. Y menos de tres meses después, al hacerse unos análisis de sangre rutinarios, el médico le había preguntado inocentemente por la nacionalidad de sus padres. Aquello había hecho que surgiera en su mente la sombra de la duda sobre sus orígenes; en el pasado, había tenido aquella misma duda en varias ocasiones, pero cuando les había planteado la cuestión de forma tentativa a sus innegablemente británicos padres, ellos la habían tranquilizado. Mirando atrás, se daba cuenta de que nunca se había convencido del todo, pero había aceptado su palabra y había dejado a un lado aquel asunto tan perturbador.
Pero esa vez se había enfrentado a sus padres con sus sospechas, les había exigido la verdad, y se había quedado atónita al descubrir que sus dudas estaban fundamentadas.
«Ten cuidado con lo que buscas, porque quizás lo encuentres». Isabella desearía haber tenido en cuenta esas palabras, porque se había encontrado con el hecho de que sus padres no eran su familia biológica. Cuando la historia completa y casi increíble había salido a la luz, había descubierto que la habían adoptado siendo un bebé, después de que su madre biológica la abandonara en un cesto de ropa de un hospital. La única identificación que había llevado encima era una pequeña nota que decía:
Se llama Isabella.
En ese momento, al llevarse una taza de cremoso café a los labios, tuvo que parpadear para intentar contener las lágrimas que inundaron sus ojos tras sus enormes gafas oscuras, aunque no lo consiguió del todo. Ni siquiera el dinero podía proteger a una persona de los golpes inesperados de la vida, que la arrancaban de una vida segura y la arrastraban a un oscuro abismo sin fondo. Al final, Isabella había puesto en venta sus dos tiendas de ropa, que habían abarcado el creciente mercado de estilo bohemio chic y retro, y había decidido deshacerse para siempre de su predecible y segura rutina.
Ya era libre de cualquier atadura, y su vida era un camino desconocido con un destino incierto. En adelante tendría que amoldarse a ello, ya que no tenía un trabajo al que regresar, ni una pareja que se preocupara de adonde la llevaría su búsqueda, ni una mejor amiga en quien confiar. Y en cuanto a sus padres... había tenido la primera pelea seria con ellos. No entendía por qué habían tardado tanto en decirle que era adoptada, y ni siquiera estaba segura de si le habrían contado la verdad si ella no se hubiera enfrentado a ellos con sus sospechas. ¿Por qué la habían engañado?, ¿por qué le habían ocultado también que había tenido un hermano que había muerto a los cuatro años... un año antes de que la adoptaran a ella? Por eso la habían protegido tanto, aunque en parte lo habían hecho con mentiras.
Incluso Angela le había mentido. Su marido, Ben, le había confesado después que su amiga lo había hecho porque sabía que su prognosis la destrozaría. Sus padres habían defendido sus engaños de una manera inquietantemente similar: habían dicho que sabían que ella se habría sentido destrozada. Isabella se había preguntado por qué todos ellos la consideraban tan incapaz de afrontar la verdad.
Sintió que un escalofrío de angustia recorría su espalda y tomó otro sorbo de café, pero la bebida se había enfriado. Tras pagar la cuenta y dejar unas monedas de propina para el camarero, se dirigió hacia una galería de arte sobre la que había leído en un folleto de la isla. Planeaba perderse allí un par de horas, y con un poco de suerte encontraría la inspiración necesaria para decidir qué hacer; su nueva vida era precariamente impredecible, y empezaba a pensar que quizás había sido un poco temeraria al tomar unas decisiones tan precipitadas.
Edward Anthony Cullen Masen bajó ágilmente de la pequeña barca de pesca, se despidió del amigo que lo había acompañado, pero que se dirigía a un restaurante en otra ensenada para vender su yate, y se rió cuando el hombre le lanzó un comentario jocoso. Mientras se dirigía hacia su casa por el camino junto al puerto bajo el sol implacable, intentó sofocar la ligera sensación de inquietud que empezaba a crecer en su estómago; no podía dar nombre a aquella emoción ni explicarla, pero no era necesario, porque estaba muy familiarizado con ella.
La última vez que había estado en su casa de la isla había sido junto a Irina, su esposa; sin embargo, en ese momento estaba en aquel sitio que tanto adoraba solo. Habían ido allí dos veranos atrás, unos meses antes de la fecha prevista para el nacimiento de su hijo, en un intento desesperado de cicatrizar las heridas que había dejado la aventura que Irina había tenido el año previo.
Edward recordaba aquel verano con dolor, y su paso se hizo más lento cuando resurgió implacable el recuerdo agridulce. En aquel momento, no había sabido que a su tristeza por la fragilidad de su matrimonio se le sumaría el sufrimiento por los terribles acontecimientos que ocurrirían al volver a Atenas. El parto de Irina se había adelantado, y ni el niño ni ella habían sobrevivido.
Edward sintió unas terribles punzadas en la sien, y se llevó una mano a la zona en un intento automático de paliar el dolor. Sin embargo, la aguda sensación se mostró angustiosamente obstinada, y se sumó a la frustración y la rabia que sentía hacia Dios por no evitar la terrible cadena de acontecimientos que habían destrozado su vida.
Tras lanzar un amargo juramento, se preguntó qué había hecho para merecer un tormento así; ¿acaso no había sido un buen hijo griego? Había seguido los pasos de su padre en el negocio del comercio marítimo, había forjado su propia carrera de éxito, y había llegado a ser alguien respetado en su esfera social. ¿Acaso no había abandonado su deseo de dedicarse a la fotografía, para seguir la tradición familiar?
Irina nunca había entendido su trabajo fotográfico, y se había puesto de parte del padre de él. Ella adoraba el prestigio y la posición social derivados de su matrimonio con un hombre de su fortuna e influencia, algo que ni siquiera su distante pero muy recalcada conexión con la aristocracia le podía dar. Irina había insistido una y otra vez en que dejara a un lado sus sueños «absurdos» y se centrara en ser un hombre de negocios exitoso, pero en ese momento los frutos de su éxito habían ido perdiendo su valor, y él ya no sabía qué pensar.
La traición de Irina, y su posterior muerte junto a su hijo, habían provocado heridas en su alma que quizás nunca llegarían a cicatrizar del todo; además, su experiencia matrimonial lo había dejado con una visión cínica de las relaciones sentimentales que rozaba el desprecio total. Sus sueños de juventud de tener una familia propia habían quedado destruidos, y habían cambiado su vida para peor. Y aunque era cierto que en los últimos tiempos estaba avanzando en su mayor pasión, la fotografía, y continuaba al frente del negocio Cullen, estaba más solo que nunca. No tenía ni hijo ni esposa, cada vez se iba retrayendo más, y sólo de vez en cuando buscaba la compañía de unos cuantos buenos amigos de confianza.
Afortunadamente, aquél era uno de los pocos sitios en Grecia donde nadie lo molestaba; la gente de la zona conocía su tragedia, claro, ya que los rumores se extendían con facilidad por las islas griegas y su familia era muy conocida, pero los isleños eran muy respetuosos y amables, e incluso protegían su intimidad. Edward se sentía muy agradecido por ello.
En aquel momento, deseó haber acompañado a su amigo a la otra ensenada, en vez de ir a una casa vacía para comer solo, y miró hacia las altas paredes de la galería de arte de su amigo Jasper; las puertas estaban abiertas bajo el sol del mediodía, y Edward decidió entrar.
Isabella se sentía fascinada por el brutalmente franco retrato en blanco y negro de una anciana griega; el sufrimiento que emanaba de aquellos ojos oscuros que devolvían su mirada, enmarcados por una miríada de profundas arrugas sin duda provocadas por las dificultades de la vida, la había atraído desde el momento en que había entrado en la galería. El sutil aroma a incienso de madera de cedro y el tono azafrán de las paredes daban a la sala un ambiente agradable y acogedor, y mientras cruzaba el suelo de madera, Isabella había tenido que contenerse para no correr hacia el increíble retrato de la mujer. Había recorrido el resto de salas para contemplar las otras obras, pero volvía una y otra vez hacia aquélla en concreto.
Era un trabajo cautivador, una ilustración descarnada de una vida de lucha contra la tragedia y el dolor, y probablemente también de un trabajo físico cuya dureza pondría a prueba incluso al ser más fuerte y decidido; el retrato hablaba de una vida bajo un sol cruel y despiadado, que unido a la pobreza y soportado día a día, podía desangrar el alma hasta secarla. El rostro era un triunfo de la supervivencia sobre el desastre, demostraba el valor de seguir adelante a pesar de que la idea de aguantar otro día abrasador y extenuante era casi insoportable, y tocaba algo profundo y dolorido dentro de Isabella que rogaba ser liberado. No sabía cómo podía saber tanto sobre una desconocida, pero así era. El poder del retrato era tal, que lo revelaba todo.
Con las emociones a flor de piel, Bella se identificó con la agonía muda de la mujer; el retrato tocaba los oscuros rincones de su ser donde aquellos días bullían la rabia y la traición, una sensación de abandono e indefensión, y un profundo temor de que sus padres prefirieran al hijo que habían perdido antes que a su hija adoptiva.
Estaba tan absorta en la obra, que al principio no notó al hombre alto vestido con vaqueros y camiseta negra que se había detenido cerca de ella para observar también la fotografía. Pero había algo en su presencia que parecía llamarla en silencio, e incapaz de resistirse, lanzó una mirada de reojo para ver de quién se trataba.
Cuando sus ojos se encontraron con los del desconocido, Isabella sintió que la arrastraba un remolino de emociones. Sintió como si una flecha ardiente la hubiera atravesado, y que se derretía bajo su tórrido calor. El hombre tenía el cabello cobrizo, despeinado y cortado de forma engañosamente informal, su mandíbula era fuerte, arrogante y cincelada, y tenía los ojos más increíblemente verdes que ella hubiera visto jamás, del color de un mar turbuento. No sabía especificar el tono exacto... ¿verdoso, esmeralda?, pero eran fascinantes, y hacían que sus piernas flaquearan como las de una marioneta.
Perfectamente consciente de que se lo había quedado mirando encandilada, algo impropio de ella, Isabella empezó a volverse, pero entonces él dijo:
—Ya sas.
La voz masculina era profunda, y contenía una pregunta aterciopelada que hizo que el interior de Isabella se tensara de forma casi insoportable.
—Hola —respondió ella, mientras fruncía ligeramente el ceño.
No había esperado que él le prestara ninguna atención, y mucho menos que se dirigiera a ella, y se sentía muy sorprendida. Deliberadamente, volvió la mirada hacia el retrato, y se dispuso a esperar unos segundos antes de irse educadamente a otro sitio.
—¿No eres griega? —preguntó él, y sus carnosos y firmes labios esbozaron una sonrisa especulativa.
Los ojos de Isabella gravitaron por voluntad propia hasta la poderosa forma de sus bronceados bíceps; parecían tan fuertes, que se le hizo la boca agua, y tuvo que luchar para controlar su fascinación.
—Eh... no. Inglesa. Soy inglesa —se encogió de hombros en un gesto de disculpa, y empezó a alejarse del retrato que la había cautivado tanto.
—Podrías pasar por griega —dijo él, y tras recorrer con la mirada su rostro y su cuerpo con naturalidad, añadió— supongo que te lo habrán dicho otras veces, al menos en Grecia, ¿verdad?
Aquello era cierto; en casi todas las tiendas en las que había entrado el día anterior tras su llegada a la isla, la gente se había dirigido a ella en griego, pensando que ella entendería y respondería en el mismo idioma. Era algo que confirmaba lo que la policía había sospechado al encontrarla en la cesta veintinueve años atrás; en la nota que su madre había dejado entre su ropa, la palabra «Isabella» estaba escrita tanto en inglés como en griego, por lo que era muy probable que la mujer tuviera aquella nacionalidad. Habían creído que seguramente estaría trabajando en Londres en algún hotel cercano como camarera, o con alguna ocupación similar.
—La gente ve el color de mi pelo y de mis ojos, y supongo que creen que... —la atenazaron una inquietud y una melancolía repentinas, y no pudo seguir hablando. Volvió a intentar marcharse para dejar que el desconocido pudiera disfrutar en paz de la fotografía, pero él la sorprendió cuando pareció querer continuar la conversación.
—¿Te gusta esta fotografía? —le preguntó él, mirándola a los ojos.
Isabella sintió que se sumergía en un embriagador bosque verdoso, y tuvo dificultad para pronunciar una sola palabra; ¿cómo podía decir algo coherente al mirar unos ojos como aquéllos?
—Me gusta mucho.
No le gustaba nada parecer tan nerviosa, como si nunca antes hubiera hablado con un hombre atractivo; se humedeció los labios resecos, e intentó explicar sus impresiones.
—Pero la verdad es que siento que estoy entrometiéndome en un gran dolor cuando la miro; hace que quiera reconfortar a la mujer de alguna forma, me encantaría saber más sobre ella. El fotógrafo debe de ser un verdadero genio para poder haber captado tanto, ¿verdad?
—No es ningún genio, te lo aseguro.
—¿Lo conoces?
—La fotografía es mía.
—Quieres decir que... ¿te pertenece?
—Quiero decir que yo la hice.
Sin sonreír, él se volvió y contempló la obra con lo que a Isabella le pareció una expresión más crítica que admirativa. Ella estaba atónita por haber conocido al creador de la obra más impactante que había expuesta, y sabía que su placer y su sorpresa se reflejaban en su rostro.
—Debes de estar muy orgulloso de tu trabajo, yo creo que es fantástico —le dijo con sinceridad.
Edward contempló a la mujer con más curiosidad de la que quería admitir, pero era innegable que ella había captado su interés. No tenía la increíble belleza de Irina, pero era extremadamente atractiva, con unos enormes ojos oscuros y una boca exuberante. Cuando se había acercado a ella al ver que estaba contemplando su obra, que por cierto era su retrato favorito de todos los que había hecho, había admirado aquel cabello castaño que llegaba hasta media espalda y brillaba como el poso de café, y aquella figura de formas perfectas.
Los pantalones blancos de lino que ella llevaba enfatizaban un trasero firme, unas caderas redondeadas y una cintura que un hombre podría abarcar con las manos. Cuando la había visto por delante, había observado con placer que estaba muy bien dotada en los lugares adecuados. Cualquier hombre con sangre en las venas apreciaría las sensuales curvas femeninas que revelaba la camiseta de seda rosa sin mangas que ella vestía. Además, también le gustaba su voz; había algo atrayente que lo intrigaba en su acento inglés.
De repente, Edward se dio cuenta de que no quería que ella se fuera; estaba cansado de estar a solas con su propio ánimo taciturno, y necesitaba una distracción agradable, como aquella mujer. Con una sonrisa, le dijo:
—Te agradezco el cumplido.
En aquel momento, la mujer griega que supervisaba la entrada a la galería puso un CD en el reproductor que tenía en su mostrador, y el sonido de un arpa y de una voz céltica inundó la sala. La música captó la atención de Isabella, y con ojos brillantes comentó:
—¿Sabes de quién es la canción? ¡Me encanta!
En aquel momento, la resolución de Edward de no dejarla escapar se convirtió en una misión casi vital; estaba claro que aquella guapa turista inglesa apreciaba las cosas hermosas de la vida, y sería agradable pasar un par de horas en su compañía.
—Le preguntaremos a Alice el nombre del CD al salir —respondió con naturalidad— me gustaría invitarte a comer, ¿me concederás ese honor?
—No creo que...
—¿Has venido con tu marido o con tu novio?
—No, no tengo ningún compromiso... en este momento —Isabella sintió que se sonrojaba. ¿Por qué le había dicho aquello?, ¿por qué? Quizás pensaría que ella quería algo más que una cita.
Sin embargo, a él pareció gustarle su respuesta, y dijo:
—Me llamo Edward, y si le preguntas a Alice, ella te confirmará que soy el autor de este retrato, y que tanto ella como su marido, Jasper, me conocen bien. Bueno, te he dicho mi nombre, así que ahora te toca a ti decirme el tuyo.
—¿Edward? —Isabella frunció el ceño, pensativa— ¿no era un personaje que tenía algo que ver con los espartanos?
El comentario lo sorprendió tanto, que se echó a reír con placer; Alice los miró, y sonrió al ver a Edward Cullen disfrutando de la compañía de una mujer atractiva de nuevo.
—Fue un general espartano, no demasiado popular entre los atenienses, ya que los venció en la Guerra del Peloponeso. ¿Cómo lo sabías?
—Me interesa la Historia.
Ella se sonrojó, y Edward la contempló con mayor atención.
—Aunque es un tema fascinante, sigo queriendo saber tu nombre —le recordó. Isabella se planteó si realmente quería comer con aquel atractivo desconocido; él la intrigaba, pero ¿cómo podía estar segura de que podía confiar en él? Estaba sola en aquella isla, y nadie lo sabría o se preocuparía si le pasaba algo...
«¡Venga ya, no seas ridicula!», se dijo a sí misma con irritación; «lo único que puede pasarte es que pases un buen rato. Por el amor de Dios, Isabella, ¡vive un poco!» Aquellas palabras resonaron en su mente con la voz de Angela; su maravillosa y a veces exasperada amiga le había dicho a menudo cosas así, sobre todo cuando Isabella se preocupaba innecesariamente sobre alguna invitación o algún evento social, y enturbiaba algo que debería ser agradable. A veces, las incesantes súplicas de sus padres de que fuera cauta eran como una cadena que la oprimía.
Isabella recordó que estaba a kilómetros de distancia de la vida con la que estaba familiarizada, y que se había prometido a sí misma aprovechar las oportunidades que fueran surgiendo, así que tomó su decisión; sonrió con determinación a aquel hombre tan abrumadoramente atractivo, y le dijo:
—Me llamo Isabella o Bella, como prefieras.
Él no había mencionado su apellido, y ella siguió su ejemplo; probablemente, no volviera a verlo después de la comida, de modo que era algo intrascendente. Sería divertido permanecer en el anonimato... ser una Isabella distinta, sin las ataduras habituales de sus restricciones y de su conformismo.
—¡Es un nombre griego! —él no se molestó en ocultar su sorpresa, y sus ojos se entrecerraron mientras seguía mirándola con atención.
—Si —ella se encogió de hombros en un gesto casi de disculpa, incapaz de explicar que estaba en una especie de búsqueda personal... que era posible que tuviera sangre griega, pero que no sabía cómo iba a descubrir la verdad sobre su ascendencia, o si conseguiría hacerlo siquiera.
—Vamos a comer, y podremos seguir hablando —dijo Edward, y cuando tocó ligeramente su mano, no le pasó desapercibida la mirada sobresaltada de placer que brilló en los hermosos ojos oscuros de ella.
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