Deseo Sombrío (+18)

Autor: Sombra_De_Amor
Género: Misterio
Fecha Creación: 24/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 8
Visitas: 5289
Capítulos: 7

En las profundas sombras de las montañas Tenebrosas se escondían monstruos. En aquel lugar se ocultaban las bestias del mal, que se alimentaban de los débiles; criaturas no humanas.

Edward Cullen lo supo a los diez años. Su padre era uno de ellos.

Ahora Edward lo estaba persiguiendo. Se estaba adentrando en el denso bosque, tenía que salvar a su madre, y el feroz viento le abofeteaba la cara y le cortaba las manos.

Su madre era un ángel de Luz, una vez oyó a su padre llamarla así. Pero eso fue antes de que el lado oscuro se apoderase de él y lo poseyese por completo.

Ojos amarillos y penetrantes acechaban a Edward a cada paso que daba en el bosque. Se quedó sin aliento al tropezar con un tronco astillado y cayó entre zarzas y troncos cubiertos de hielo. Las agujas de pino se le clavaron en las palmas de las manos y las yemas de los dedos se le llenaron de espinas. Se puso de rodillas y se hurgó en los bolsillos para intentar vaciarlos de hojas y hierbajos; sabía que su padre podía estar vigilándolo y que probablemente estaría preparado para saltar sobre él en cualquier momento.

 

Una historia intrigante que te envolverá, está es la adaptación del libro "Deseo Sombrío" de Rita Herron; y los personajes de S.M.

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Capítulo 1: Prologo

Prólogo

En las profundas sombras de las montañas Tenebrosas se escondían monstruos. En aquel lugar se ocultaban las bestias del mal, que se alimentaban de los débiles; criaturas no humanas.

Edward Cullen lo supo a los diez años. Su padre era uno de ellos.

Ahora Edward lo estaba persiguiendo. Se estaba adentrando en el denso bosque, tenía que salvar a su madre, y el feroz viento le abofeteaba la cara y le cortaba las manos.

Su madre era un ángel de Luz, una vez oyó a su padre llamarla así. Pero eso fue antes de que el lado oscuro se apoderase de él y lo poseyese por completo.

Ojos amarillos y penetrantes acechaban a Edward a cada paso que daba en el bosque. Se quedó sin aliento al tropezar con un tronco astillado y cayó entre zarzas y troncos cubiertos de hielo. Las agujas de pino se le clavaron en las palmas de las manos y las yemas de los dedos se le llenaron de espinas. Se puso de rodillas y se hurgó en los bolsillos para intentar vaciarlos de hojas y hierbajos; sabía que su padre podía estar vigilándolo y que probablemente estaría preparado para saltar sobre él en cualquier momento.

Un oso negro gruñó en algún lugar cercano y un lobo aulló en la distancia. Antes esas señales de peligro inminente, Edward se quedó paralizado. De repente, una sacudida le hizo dar un brinco y salir corriendo, a pesar de que se le hundían los pies y la nieve le aprisionaba los tobillos y hacía que se redujese su velocidad. El viento arremolinaba los copos que se perdían en una niebla cegadora y el torbellino le anulaba por completo la visión. Avanzaba con dificultad. Sudaba al escalar las escarpadas colinas y al apartar a manotazos las ramas que le golpeaban la cara.

Quería darse prisa. Buscaba la caverna que su padre le había mostrado hacía tiempo. Estaba en algún lugar en el corazón del bosque de las Tinieblas, un lugar en el que no había ni una sola luz. Era la tierra de la muerte y allí solo habitaban criaturas no humanas.

Era un refugio de demonios donde su padre era venerado.

Aquel era el infierno al que se había llevado a su madre para torturarla.

Las emociones amenazaron con desestabilizar a Edward en el momento en el que el eco de los lloros de su madre retumbó en su cabeza. Ella había intentado protegerlo y esa era la razón por la que su padre había decidido hacerla desaparecer.

Edward tenía que detenerlo.

Las nubes de tormenta se desplazaban de forma inquietante por un cielo cada vez más oscuro y tenebroso. El denso y corrosivo olor a sangre y a muerte aumentaba a medida que se acercaba a los álamos negros que delimitaban el camino al bosque de las Tinieblas. Edward había probado la amargura de su propio miedo mientras avanzaba; las enredaderas se mecían pesadamente, tratando de atraparlo cada vez que se detenía bajo la nube negra.

De pronto, el suelo se revolvió bajo sus plantas, generando un silbido. Enseguida, miles de serpientes aparecieron a sus pies y comenzaron a mordisquearle los talones y a enroscarse en sus piernas. Empezó a darles patadas y a la vez, de un manotazo, cogió el cuchillo que llevaba en el bolsillo. Todo esto no hizo sino alterarlas todavía más.

Las serpientes no dejaban de succionarle la piel para amedrentarlo, querían hacerle sucumbir ante su miedo. Pero él no retrocedía. En vez de eso gruñó con furia y, con una cuchillada, consiguió quitarse de encima una docena de malignas criaturas que desaparecieron en la oscuridad. Surgieron más entre las ramas y lo atacaron; otros bichos parecidos a los murciélagos también arremetieron contra él, pero estos chillaban y se le lanzaban a los ojos.

Luchó contra ellos y se zambulló en un mar de criaturas demoniacas. Avanzó y por fin encontró la caverna: era un agujero del tamaño de un elefante en una hendidura lateral de la montaña.

La entrada se lo tragó como si de un agujero negro se tratase. El vacío del interior devolvía el eco de unos espantosos sonidos. El odio y la ira se hicieron un hueco entre sus sensaciones, afianzando su coraje.

—Sabía que vendrías, hijo.

Edward se detuvo ante el tono amenazador de su padre.

—Padre, por favor, deja marchar a madre. Ella te quiere.

—¡Edward, corre! —gritó su madre—. Es una trampa.

Hubo un chillido agudo y desgarrador que cortó el aire cuando su padre giró la mano para iniciar una circunferencia de fuego alrededor del lugar en el que su madre se encontraba. Edward la localizó en ese momento y vio que no llevaba puesto más que un camisón blanco de algodón y que estaba manchada de sangre. Esas manchas eran la confirmación de que había sido profundamente torturada, tenía marcas en la cara, en las manos, en los brazos y en las piernas.

Le costaba respirar ante semejante situación. Cuando era pequeño, su madre lo mecía, lo cuidaba si se ponía enfermo, le leía historias de la Biblia y le cantaba cuando lo asustaba la oscuridad.

Ahora había sido golpeada y estaba atada a una viga de madera como si fuera un animal listo para ser sacrificado.

—¡Corre, hijo mío, sálvate! —gritó—. No te dejes arrastrar por el lado oscuro o te convertirás en alguien como él.

El padre de Edward se rió al saberse ganador. Edward no iba a permitir que su madre muriese de aquella manera, aunque eso significase morir con ella o abandonarse al lado oscuro para siempre.

Las llamas habían creado una aureola angelical alrededor de la cara de la mujer. El amuleto que siempre llevaba en el cuello para protegerse resplandecía y contrastaba con su pálida piel. El fuego la rodeaba, formando un circuito, y bailaba con las sombras, asediando sus pies descalzos. Edward se lanzó hacia delante y saltó a través de las brasas con su cuchillo. Pero justo cuando iba a cortar las cuerdas que la retenían, su padre se atravesó en su camino. Intentó llegar a ella de nuevo y se las arregló para alcanzar el amuleto. El medallón de oro con las alas de un ángel grabadas le quemó la palma de una mano durante un segundo, pero inmediatamente su padre se lo arrebató y lo devolvió a la hoguera.

Edward se agitó y gritó a su padre, pero este lo derribó, dejándolo en el suelo.

—Pelea conmigo, hijo. Pelea conmigo y tal vez así te permita salvarla. Su madre gritó ahogadamente:

—¡No, Edward, no sucumbas ante él!

La ira le recorrió las venas y elevó el cuchillo poniéndolo en movimiento. Fuera el viento rugía y un remolino de aire helado se formó en el exterior de la cueva. Edward trató de clavarle el cuchillo a su padre, pero este estiró la mano con una ferocidad inusitada y le arrebató el arma; se recompuso y, de un golpe seco, le asestó una puñalada a Edward en el brazo. La sangre empezó a brotar a borbotones y aquella imagen desató las carcajadas de su oponente.

Edward dejó que el dolor se apoderara de él y eso le dio fuerzas para abalanzarse contra su padre de nuevo y golpearlo con todas su fuerzas. Consiguió derribarlo y ambos rodaron y pelearon sobre la superficie empedrada. El cuchillo le fue haciendo cortes en los muslos, en las nalgas, en las manos y, finalmente, en la barriga. Edward empezó a escupir sangre mientras se encogía, agarrándose el estómago e intentando esquivar otro golpe.

Su madre gritó y él giró la cabeza en esa dirección: las llamas la estaban consumiendo. Los ojos le brillaban con terror y pesadumbre y en ellos se desvelaba la certeza de la muerte. Sabía que su hijo se quedaría solo con ese monstruo.

La cólera y la rabia agitaron la sangre de Edward. Su cuerpo se sacudía a medida que el fuego se la iba comiendo, su cabello se arremolinaba hasta que fue también alcanzado. Edward gritó horrorizado e intentó reptar hacia su madre; ella tomó aliento por última vez y el fuego la consumió. El palo al que permanecía atada se resquebrajó al caer en las llamas, se rompió y miles de chispas saltaron sobre el suelo quemado. Edward agarró uno de esos maderos astillados y lo alzó a modo de antorcha.

Los malignos ojos de su padre volvieron a retarlo y otra vez se lanzó a por él con el cuchillo. El hijo empuñó la estaca como si fuese una espada, la levantó y la apuntó firme hacia el impávido corazón de su padre.

La cara de este reflejó sorpresa, pero enseguida mutó para dar paso a una perversa carcajada que zumbó en las oscuras paredes.

La bilis alcanzó la garganta de Edward. Incluso muerto, su padre había triunfado.

—Eres igual que yo, chico, tienes mala sangre —susurró con la fuerza del último aliento.

El mundo se revolvió asquerosamente y Edward reptó hacia las llamas. Alargó los dedos hasta hacerse con el amuleto. El metal ardiente le chamuscó la mano, pero se negó a soltarlo. Agotado, Edward se desplomó entre la mugre y se apagó en la oscuridad. Las palabras que su padre había pronunciado antes de morir hacían eco en su cabeza. Mala sangre, mala sangre, mala sangre

Deseó morir en ese momento también. No quería crecer y convertirse en un monstruo siniestro como él. Ya había perdido una parte de su alma, pues había matado a alguien por primera vez.

Lo que significaba que el mal ya había enterrado sus tentáculos en lo más profundo de su ser.

Aro, el líder de los demonios del inframundo, se mantuvo al margen y aplaudió cuando las llamas consumieron al hombre y a la mujer y cuando el niño se ahogó en su propia sangre.

Carlisle había superado su examen más difícil al matar a su mujer, al matar a un ángel. Un bienhechor menos en la Tierra que ya no podría inmiscuirse en sus planes.

La victoria era dulce. En una misma tarde, no solo había capturado un alma, sino dos: la del padre y la del hijo.

Esta noche habría una celebración en el inframundo. Pero ¿había captado ya el alma del hijo para el mal?

Echó una mirada a su subordinado, uno de los muchos recaudadores de almas, pero sus ojos vacíos y saltones permanecieron en blanco.

—El chico no es completamente nuestro todavía —concluyó el recaudador de almas—. Ha matado para salvar a otro, no por el mero placer de hacerlo.

Cayo se estremeció. Le repelía la idea de que el bien existiese. Edward era un señor de la Oscuridad, un ser especial educado en la bondad y la maldad. Su madre había sido un ángel de Luz: bondad. Su padre, Carlisle, había sido un señor de la Oscuridad antes de que lo convirtieran.

Sin embargo, Carlisle había fracasado porque no había logrado adscribir a Edward al lado oscuro.

Si Edward eligiese el camino del bien, podría convertirse en el líder más temido por los señores de la Oscuridad el día de mañana.

¿Pasaría el examen Edward cuando llegase el momento? Cayo agitó enfadado su abrasadora espada.

—Necesitamos su fuerza. Dentro de veinte años, Carlisle resurgirá de su tumba para asumir el liderazgo del inframundo. Para derrotar a su hijo, el señor de la Oscuridad multiplicará por diez su fuerza.

Si todo saliese según lo previsto, Edward traería a otros con él para glorificar el reino de Carlisle. Un ejército de soldados del mal.

Cayo dejó caer un trocito de roca negra al lado del chico, como prueba de su presencia, como símbolo fundacional de su palacio en la Tierra.

La Tierra se estremeció como si todos los dioses hubiesen aunado sus fuerzas y las Parcas se carcajearon y empezaron a desenrollar hilos de lino para medir las vidas de cada mortal. Ares provocaría las guerras a lo largo y ancho del mundo, llevándose miles de vidas. Afrodita y Eros perderían y el amor moriría. Finalmente todo el bien sería quemado y reducido a escombros.

Solo el mal y el caos sobrevivirían, tal y como Satán había predicho.

 

 

Capítulo 2: Cap.-1

 


 


 
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