Déjame llorar por ti

Autor: Cassandra
Género: + 18
Fecha Creación: 15/11/2011
Fecha Actualización: 17/11/2011
Finalizado: NO
Votos: 1
Comentarios: 3
Visitas: 2812
Capítulos: 1

 

Isabella es el ángel guardián de Edward Cullen al cual ama ciegamente y no desea nada más que él viva completamente feliz. Pero durante gran parte de su vida, Edward tiene que sobrellevar grandes penurias que harán padecer a Isabella. Desesperada por ayudarlo, implora a sus superiores que la dejen bajar a la tierra para socorrerlo y es allí donde empezará su verdadera aventura y descubrirá que un ángel tan puro como ella no puede amar sin caer en el pecado.

Aviso: La mayoría de los personajes de esta historia le pertenecen a Meyer. En este Fic no hay vampiros.

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Capítulo 1: Prólogo

Edward apartó los ojos completamente avergonzado a pesar de que él no había estado involucrado en aquel accidente que había sufrido la nona.

Él había estado jugando cerca de la reja que dividía su casa de la de su mejor amigo Emmett cuando sintió el grito que había dado su querida abuela. Había ido corriendo para ver qué había sucedido y se había encontrado con la anciana tirada en el suelo llorando del dolor que sufría, con la pierna derecha doblada en una extraña posición. No había podido levantar la vista ni acercarse a ayudar ni llamar a alguien. Todo se había concentrado en aquella adorable mujer que quería tanto.

Cuando James se había colocado a su lado y él había alzado la cabeza para verlo se asombró al notar que su hermano sonreía con una excéntrica felicidad al ver sufrir a la pobre nona. Había sido eso lo que le había hecho volver en sí. Intentó llamar a gritos a sus padres que estaban trabajando en el interior de la casa, pero James le había colocado una mano en la boca y lo había mirado de aquella manera que tanto lo asustaba. Entonces él tembló y no pudo hacer nada para ayudar a la nona que estaba empezando a gritar.

En el momento en que sus padres llegaron James se apresuró a desaparecer por el interior de la casa. Ellos se apresuraron a ayudar a la anciana y llamar una ambulancia. Mucho tiempo después, cuando la nona ya había sido internada en el hospital, sus padres los llamaron a ambos y le preguntaron qué era lo que había sucedido. James no tardó en contarle su versión de los hechos, culpando a Edward y a la vez lanzándole una mirada que claramente decía: Si abres la boca lo lamentarás. Y él se había asustado tanto que no contradijo nada de lo que James dijo.

Él era un cobarde y eso era algo por lo que sí debía avergonzarse. Su madre lo estaba reprendiendo y, a pesar de saber que era muy injusto todo aquello, se quedó callado, agachó la cabeza y se limitó prometer que no volvería a hacerlo nunca más. Encima de todo, la nona era ciega, así que no podría decirle que él no había hecho nada.

Al otro lado de la habitación se encontraba su hermano mayor tratando de contener la sonrisa que luchaba por salir de sus labios hasta convertirse en una gran carcajada de alegría.

-¿Te das cuenta de lo que has hecho?- siguió diciendo su madre, Esme- ¿Te das cuenta que la nona está enferma del corazón y que no tiene que alterarse? Eres muy malo por hacerle algo así.

Edward sintió que una lágrima corría por su mejilla y se la secó rápidamente con el puño de su camiseta. No quería que nadie lo viera llorar. Ya demasiado tenía con ser cobarde. No deseaba que su hermano lo acusara de llorón.

-¿Por qué le hiciste eso? ¿Por qué la empujaste de su silla justo en la cima de la colina?

Apretó los labios con fuera. Sintió ganas de gritarle a su madre que él jamás le haría nunca eso a la nona. Él la quería mucho, que en esa misma colina donde ella se sentaba a tejer todos los días habían jugado juntos haciendo figuras con papel de diario desde que tenía cinco años. Pero no podía decir nada porque si lo hacía James lo golpearía muy fuerte y nadie lo castigaría porque pensarían que se había lastimado jugando.

-¿Por qué?- insistió su madre- ¿Por qué le hiciste eso a la nona?

-Porque soy malo.- musitó muy bajito sin alzar la cabeza para mirarla a los ojos.

Su madre era muy linda, con unos ojos brillosos y cabello oscuro muy largo.

El teléfono sonó en otra estancia de la casa y su madre fue a atender dejándolo solo con su hermano. James se le acercó sonriendo y con las manos en la espalda, imitando a su padre.

-Eres malo- le dijo James.

-¡No es verdad! ¿Por qué le hiciste eso a nona?

-Es vieja.

El grito que dio su madre evitó que Edward dijera algo ante esas palabras de su hermano. Él sabía que la nona no era joven, pero siempre sacaba caramelos de sus bolsillos y lo hacía sonreír. La nona jugaba con él y ahora, si sus padres le decían que había sido él quién la empujó, ya no querría jugar con él.

Su madre entró a la habitación con los ojos bañados en lágrimas y los miró a ambos fijamente. Emiliano sintió miedo y un terrible escalofrío recorrió su espalda haciéndolo temblar. Las manos de su madre estaban aferradas con fuerza a la falda de su vestido arrugándolo.

-La nona murió- les dijo su madre con voz quebrada, y luego cayó al suelo llorando y tratando de no gritar mientras golpeaba sus palmas contra el duro piso de madera.

Edward dio unos cuantos pasos hacia atrás. Sus padres le habían contado lo que era la muerte cuando eso le había ocurrido a su perro un año atrás. Pero no podía creer que eso le hubiera sucedido a su nona.

James se acercó a su madre y la abrazó por el cuello. Su sonrisa había desaparecido y se notaba que estaba realmente asustado, pero aún así no lloraba. Su madre lo atrajo hacia sí y lo envolvió en sus brazos. Edward esperó a que también lo llamara a él para incluirlo en el abrazo, pero eso no sucedió. Entonces comprendió que todavía creía que él había empujado a la nona, que él la había matado.

Dio otros cuantos pasos hacia atrás hasta toparse con la puerta. Giró rápidamente, la abrió y se echó a correr por el pasillo hasta la habitación de la nona. Siempre le había gustado aquel lugar porque estaba lleno de cosas viejas y de casi todas conocía la historia. Allí estaba la foto en blanco y negro que se habían sacado sus abuelos cuando se casaron, el tocadiscos que de vez en cuando ponía a andar con canciones que eran viejísimas, o la vieja guitarra cuyas cuerdas estaban rotas.

Nuevas lágrimas mojaron su carita pero esta vez no se preocupó por secárselas ya que sabía que nadie lo estaba mirando. Ahí, encerrado en la habitación que pertenecía a su nona, se permitió llorar. No podía imaginarse lo que sería levantarse todos los días y no verla más. ¿Quién jugaría con él ahora? Sus padres no lo harían y mucho menos James. ¿Por qué su hermano era tan malo? ¿Por qué nunca había querido a su abuela como él?

Pero toda la culpa era suya. Él había estado tan asustado que no había podido llamar a sus padres antes de que James le tapara la boca. Tal vez, sí era malo como todos le decían, aparte de cobarde y llorón. Era malo porque por más que sentía en su garganta un terrible dolor que parecía no dejarle respirar tranquilo por lo que le había sucedido a su nona, no quería que sus padres se enfadaran con James; y si no les decía la verdad se convertía en un mentiroso. Y ser un mentiroso lo convertía en un niño malo.

Tal vez no debería quedarse en la casa de sus padres. Todos creerían que él había empujado a su abuela y lo culparían por ello. Edward no sabía si podría soportar los gritos de sus padres y la sonrisa burlona de James. Eso le haría tener ganas de pegarle, pero no sucedería porque su hermano era mucho más grande que él. No, lo mejor sería no quedarse en aquella casa donde ya nadie lo quería.

Dio una última mirada a la habitación de su abuela y tomó del aparador un broche que ella siempre usaba pero que esa vez había olvidado colocárselo, y lo guardó dentro del bolsillo de su pantalón. Luego salió y fue hasta su cuarto; y dentro de la mochila que usaba para la escuela guardó “El principito” que era su libro favorito, sus ahorros de toda la vida, un paquete de galletitas dulces que mantenía escondido, la brújula que le había regalado su papá y una foto donde estaba toda la familia. Se colocó la campera azul que era su preferida y luego, poniendo su mochila en su espalda, se dispuso a partir.

Nadie de su familia lo vio salir de la casa y alejarse por la vereda. Cuando pasó frente a la casa de su amigo Emmett, la madre de éste alzó la mano y lo saludó. Él le devolvió el saludo pero no se detuvo para preguntar por Emmett y así despedirse. No quería perder tiempo. Como era la tarde sabía que pronto iba a caer la noche y deseaba encontrar un lugar donde dormir antes de que oscureciese.

-¿A dónde vas?- le preguntó ella.

-Al parque de la otra cuadra- le mintió.

Sabía que si le contaba la verdad intentaría detenerlo.

Caminó por lo que le pareció una eternidad y no logró salir del pueblo antes de que se hiciera muy tarde. Jamás había ido tan lejos sin sus padres. Vio que a unos metros se encontraba una plazoleta a la que nunca había ido a jugar antes y se apresuró para llegar a ella. Podría pasar la noche durmiendo bajo uno de los tubos que estaban pintados de colores chillones para no tener tanto frío. 

Llegó e hizo lo que había pensado. Se quitó la mochila y del interior de esta sacó el paquete de galletitas. Lo abrió y sacó dos. No quería que se le acabasen todas esa misma noche. Las comió rápidamente y luego, bajo la luz del farol que había, miró las imágenes de su libro. No lo pudo leer porque recién estaba aprendiendo. Después, usando su mochila como almohada, intentó dormir dentro de ese tubo. Pero hacía demasiado frío. La campera que tenía puesta, a pesar de ser abrigada, no lo resguardaba completamente. Comenzó a temblar notablemente. Tenia mucho frío. Además, a pesar de haber comido esas dos galletitas su estómago hacía ese ruidito que le indicaba que todavía tenía hambre.

Esperó un rato, pero le resultó imposible quedarse dormido en aquel sitio tan incómodo. Se obligó a mantener los ojos cerrados pero los abrió rápidamente cuando sintió que sus dientes comenzaban a castañar. Cerró los ojos nuevamente e intentó recordar cómo era esa canción de cuna que le cantaba su madre cuando tenía pesadillas.

-Edward.

Abrió los ojos y escuchó. Le había parecido que alguien lo llamaba. Una mujer. Pero no reconoció la voz.

-Edward.

Haciendo acopio de la poca valentía que él creía tener salió del tubo y miró para comprobar quién era la que lo estaba llamando, y cuando la vio no le cupo duda de que se trataba de un ángel. Era una señora muy hermosa, con pelo marrón oscuro y ojos del mismo color y usaba vestido blanco que llegaba hasta el suelo. Estaba sentada en uno de los bancos de la plazoleta y le sonreía amablemente.

-Acércate, Edward- le dijo ella.

Él le hizo caso porque sabía que se trataba de un ángel que nunca le haría daño alguno. Se sentó a su lado y sintió como un calorcito tibio provenía de ella y le hacía pasar el frío. Se arrimó mucho más a ella permitiendo que lo rodeara con sus largos brazos hasta que ya no tuvo más frío y dejó de temblar.

-Tus padres están muy preocupados- le dijo la señora.

-Ellos ya no me quieren- le informó.

La tristeza nuevamente lo invadió y le hizo llorar. La mujer le secó las lágrimas con un pañuelo igual de blanco que su vestido.

-¿Eres un ángel?- le preguntó.

-¿Tu crees eso?-él asintió- Eres muy inteligente. Yo vengo a cuidarte. Voy a pasar esta noche con vos hasta que tus padres te encuentren.

-No quiero que me encuentren.

-Ellos te quieren mucho. Y a pesar de no saber la verdad de lo que le sucedió a tu abuela, no te culpan por eso. Sólo están muy tristes. 

-¿La nona se fue al cielo?

-Y desde allí te está cuidando. Ellos saben que sos un niño que siempre se porta bien, yo también lo sé, por eso no están enojados.

-Pero sí soy malo. Hoy dije muchas mentiras.

-Lo sé, pero te podremos perdonar eso.- le sonrió- Pero debes prometerme que nunca más volverás a escaparte de este modo.

-Lo prometo- le dijo asintiendo con la cabeza muchas veces.

-Bueno, ahora tienes que dormir. Yo me quedaré para cuidarte.

Edward se recostó contra ella y cerró los ojos. Rápidamente se quedó dormido.

A la mañana siguiente se despertó cuando sintió los gritos de su madre y luego sus brazos alrededor de él. Estaba sólo. La mujer que lo había cuidado se había marchado, o tal vez estaba observándolo desde lo lejos porque no quería que nadie la viese. Y si era así, él no le contaría nunca a nadie lo que había sucedido esa noche.

Dos horas más tarde estaba en el auto de su padre. Su madre lo tenía sentado en su regazo y lo abrazaba con fuerza. Su ángel había tenido razón: ninguno de ellos lo culpaban y le habían dicho que lo querían mucho.


 


 


 
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