Pideme lo que quieras (+18)

Autor: Robsten2304
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2015
Fecha Actualización: 29/08/2015
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 8
Visitas: 51502
Capítulos: 35

Erótico sensual y tremendamente morboso. Una novela que reúne las fantasías de muchas mujeres.

Tras la muerte de su padre Edward Cullen, un prestigioso empresario alemán, decide viajar a España para supervisar las delegaciones de la empresa Müller. En la oficina central de Madrid conoce a Isabella, una joven ingeniosa y divertida de la que Edward se encapricha al instante.

Atraída por su jefe, tanto como él por ella, Isabella, entrará en sus morbosos juegos. Unos juegos llenos de fantasías, sexo y situaciones que ella nunca pensó vivir.

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Historia hecha por Megan Maxwell, solo cambie los nombres de los personajes por los de Stephenie Meyer

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Capítulo 23: Capitulo 23

DESPUÉS de un maravilloso sábado juntos, el domingo de madrugada me despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en el baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Edward vomitando. Al verme aparecer, me pide enfadado que salga y que espere fuera. Le hago caso y cuando sale, con gesto dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.

 

—¿Qué te ocurre?

 

—Algo me debió de sentar mal anoche.

 

—¿Quieres una manzanilla para que te asiente el estómago?

 

Edward con los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:

 

—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.

 

—Pero…

 

—Bella—susurra, enfadado.

 

—Pero qué gruñón eres, ¡por Dios! —insisto.

 

—Vale… soy un gruñón. Ahora, por favor, haz lo que te pido.

 

Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero darle muchas vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que menos le apetece es tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo y me despierto sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Edward a mi lado. Sonríe y su apariencia es buena.

 

—Buenos días.

 

—Buenos días… ¿estás mejor?

 

—Perfecto. Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar y dice—: Mira lo que he preparado para ti.

 

A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una flor de papel. Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Él me besa y murmura:

 

—Déjame un hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?

 

—Sí.

 

A las doce, tras hacer el amor, lo veo tan bien, tan repuesto, que le propongo enseñarle el popular Rastro de Madrid. Lo arrastro hasta el metro, un lugar en el que Edward nunca ha estado.

 

—En algo soy la primera —le murmuro, haciéndolo reír—. La primerita que te ha llevado al metro de Madrid.

 

Cuando nos bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa es mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda índole lo sorprende. Se empeña en comprarme unos pendientes de plata que he estado mirando en un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para su gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro puesto le compro una camiseta de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid… tú». Le hago quitarse su camisa en medio del rastro y le insto a que se ponga la camiseta que yo le he comprado. Accede y está guapísimo con ella puesta.

 

Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor tesoro. Encantada, paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al llegar frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere comprar dos para llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace elegir y yo elijo dos de color lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es para mí. Eso me emociona. Cada uno tendrá una en su hogar y, siempre que las miremos, nos acordaremos del otro.

 

Tras aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que Edward se niega en redondo a seguir. La gente me da sin querer en el brazo y no quiere que nadie me haga daño. Lo horroriza que vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharlo, accedo a marcharnos y cogemos un taxi. Lo llevo a comer al Retiro. Le propongo un par de restaurantes, pero él prefiere algo más íntimo. Al final, compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el mullido césped a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas lamparitas.

 

—Son preciosas, ¡me encantan!

 

—Sí. Son muy bonitas.

 

Edward sonríe.

 

—¿Llevas pintalabios en el bolso?

 

Al escuchar aquello lo miro y achino los ojos.

 

—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos en un parque y no quiero acabar en el calabozo por escándalo público.

 

La carcajada que suelta me reaviva el alma y él responde a mi risa dándome un impulsivo beso en la punta de la nariz.

—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un simple pintalabios, ¿llevas?

 

Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo enseño.

 

—Píntate los labios —me pide.

 

Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.

 

—¿Para qué es?

 

—Hazlo.

 

—No. Primero quiero saber para qué es.

 

Se encoge de hombros y suspira.

 

—Quiero que tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a tu nombre.

 

—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en la mía.

 

—¿Quieres que me pinte los labios?

 

—Sí —respondo divertida.

 

—¡Ni hablar!

 

—Venga, hombre —protesto—. Yo también quiero tus labios en mi lámpara junto a tu nombre.

 

Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final los dos nos pintamos los labios y los plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el carmín con un pañuelo de papel y Edward me entrega un bolígrafo. Bajo mis labios pongo: «Isabella», y él bajo los suyos: «Edward».

 

—Ahora es más bonita —indica, divertido—. Tus labios revalorizan la lámpara y siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.

 

Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja de mí. Ya lo añoro y todavía no se ha ido.

 

Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped y él me imita.

 

—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.

 

Como siempre, lo piensa antes de contestar.

 

—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.

 

Respiro aliviada.

 

—¿Qué es eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje? —sigo preguntando.

 

No responde. Sólo me mira.

 

—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?

 

—No.

 

—¿Entonces?

 

—Tengo obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.

 

Su contestación es tan cortante que decido callar.

 

¡Me estoy pasando!

 

Miro la copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se mueven. Eso me relaja. Edward pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.

 

—Bella… —comienza a decir, mientras se separa de mí.

 

—Tranquilo. Me he pasado. Soy una preguntona.

 

—Bella…

 

—Que sí… que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.

 

—Bella, escúchame, por favor.

 

Su tono de voz hace que lo mire.

 

—Prométeme que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de que yo irrumpiera en ella.

 

Voy a contestar, pero él me pone la mano en la boca para continuar:

 

—Necesito que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás bien. Incluso que volverás a quedar con el tipo ese con el que te metiste en los baños de aquel bar y con ese tal Jacob, de Jerez. Quiero que lo que ha pasado entre nosotros quede como algo que ocurrió y nada más. No quiero que le des importancia y…

—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué viene ahora esto?

 

—Viene a colación de lo que hablamos en tu casa.

 

Al recordar la conversación, me enfurezco.

 

Me voy a levantar del suelo, pero él se sienta a horcajadas sobre mí, me sujeta los brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.

 

—Necesito que me prometas lo que te he pedido.

 

—Pero, Edward, yo…

 

—¡Prométemelo!

 

No entiendo qué pasa. No entiendo por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la determinación en sus ojos me hace decirle:

 

—Vale, te lo prometo.

 

Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo retiro la cara.

 

—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Swan?

 

—Sí.

 

—¿Por qué?

 

—Sencillamente porque no quiero besarte.

 

Divertido, curva sus labios.

 

—¿En este momento para ti soy un gilipollas?

 

—Pues sí. En toda su extensión, señor Cullen.

 

Edward me suelta y se tumba a mi lado. Los dos miramos las copas de los árboles y no hablamos. Minutos después siento que me coge de la mano. La aprieta y yo la acepto.

 

Una hora después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida del Retiro que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidos de la mano, caminamos por el parque hasta llegar al coche. Tomás, al vernos, nos abre la puerta y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada pensativa de Edward. Quiero saber qué piensa. Pero no quiero preguntar. Y cuando llegamos a mi casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un suave beso en los labios, mientras me retira el pelo de la cara.

 

—Siempre que la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.

 

Asiento. No puedo hablar. Esto es una despedida. Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío, él cierra la puerta y se va.

Capítulo 22: Capitulo 22 Capítulo 24: Capitulo 24

 
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