EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 72: CAPÍTULO 72

Capítulo72

 

Tras varios días de prudente negociación, Edward logró concertar una visita con el rabino Judah Loew. Para hacer hueco para ella, Gallowglass tuvo que cancelar mis inminentes citas en la corte alegando que estaba enferma.

Por desgracia, dicho comunicado atrajo la atención del emperador y nos inundaron la casa de medicinas: terrasigillata (esa arcilla con maravillosas propiedades curativas), bezoares pétreos cosechados en las vesículas de las cabras para repeler el veneno, una copa de cuerno de unicornio con una de las recetas familiares del emperador de un electuario… Este último consistía en asar un huevo con azafrán antes de batirlo y mezclarlo con un polvo de simientes de mostaza, angélica, bayas de junípero, alcanfor y varias sustancias misteriosas más, para luego convertirla en una pasta con melaza y sirope de limón. Rodolfo envió al doctor Hájek junto con él para administrarla, aunque yo no tenía ninguna intención de tragarme aquel mejunje en absoluto apetecible, como informé al galeno imperial.

—Le aseguraré al emperador que os recuperaréis —dijo secamente—. Por fortuna, Su Majestad está demasiado preocupado por su propia salud como para arriesgarse a bajar de Sporrengasse para confirmar mi pronóstico.

Le agradecimos profusamente su discreción y lo enviamos de vuelta a casa con uno de los pollos asados que habían sido enviados de las cocinas reales para tentar mi apetito. Yo había tirado al fuego la nota que lo acompañaba

(Ich verspreche Sie werden nicht hungern. Ich halte euch zufrieden. Rudolf), después de que Edward me explicara que aquellas palabras no dejaban muy claro si Rodolfo se refería a la gallina cuando prometía saciar mi apetito.

Mientras cruzábamos el río Moldava para llegar a la Ciudad Vieja de Praga, tuve la primera oportunidad de experimentar el ajetreo y el bullicio del centro de la ciudad. Allí, prósperos mercaderes hacían negocios en soportales acurrucados bajo casas de tres y cuatro pisos que bordeaban las sinuosas calles. Cuando giramos hacia el norte, el carácter de la ciudad cambió: las casas empezaron a ser más pequeñas, los residentes iban peor vestidos y los negocios eran menos prósperos. Entonces cruzamos una calle ancha y atravesamos una puerta para entrar en el Barrio Judío. Más de cinco mil judíos vivían en aquel pequeño enclave comprimido entre la ribera industrial, la plaza principal de la Ciudad Vieja y un convento. El Barrio Judío estaba abarrotado —de manera inconcebible, incluso para los estándares londinenses— de casas que, más que haber sido construidas, parecían haber brotado, dado que cada estructura surgía orgánicamente a partir de las paredes de otra, como las cámaras de la concha de un caracol.

Llegamos hasta el rabino Loew a través de una serpenteante ruta que me hizo anhelar una bolsa de migas de pan para asegurarme de encontrar el camino de vuelta.

Los residentes deslizaban miradas cautas en nuestra dirección, pero pocos osaban saludarnos. Aquellos que lo hacían, llamaban a Edward «Gabriel». Era uno de sus numerosos nombres y el hecho de que lo usaran allí indicaba que yo había caído en una de las madrigueras de conejo de Edward y que estaba a punto de conocer otro de sus yos pasados.

Cuando tuve delante al amable caballero a quien llamaban el Maharal, entendí por qué Edward hablaba de él con voz  queda. El rabino Loew irradiaba la misma silenciosa sensación de poder que había visto en Carlisle. Su dignidad hacía que los grandiosos gestos de Rodolfo y la petulancia de Isabel resultaran irrisorios, en comparación. Y más chocante aún en esa época, cuando la fuerza bruta era el método usual para imponer la voluntad de uno mismo sobre los otros. La reputación del Maharal se basaba en la

erudición y el aprendizaje, no en las proezas físicas.

—El Maharal es uno de los mejores hombres que haya existido jamás —dijo sencillamente Edward cuando le pedí que me hablara más de Judah Loew. Teniendo en cuenta el tiempo que Edward llevaba vagando por el mundo, aquel era un elogio notable.

—De verdad creía, Gabriel, que habíamos zanjado nuestros asuntos —dijo el rabino Loew con severidad, en latín. Tenía un aspecto y una forma de hablar muy similar a la de un director—. No compartí contigo el nombre del brujo que hizo el golem antes ni lo haré ahora —le aseguró el rabino Loew, antes de volverse hacia mí—. Lo siento, frau Masen. Mi impaciencia con vuestro esposo me ha hecho olvidar los modales. Es un placer conoceros.

—No he venido por el golem —replicó Edward—. El asunto que me trae hoy aquí es privado. Tiene que ver con un libro.

—¿De qué libro se trata?

Aunque el Maharal ni pestañeó, una alteración en el aire que me rodeaba me reveló una sutil reacción por su parte.

Me había percatado de que, desde que había conocido a Aelley, la magia me hacía cosquillas como si estuviera enchufada a una toma de corriente invisible. El dragón escupe fuego se estaba despertando. Y las hebras que me rodeaban continuaban brillando con vivos colores, señalando un objeto, una persona, un camino a través de las calles como si intentaran decirme algo.

—Es un texto que mi esposa encontró en una universidad, muy lejos de aquí —dijo Edward. Me sorprendió que fuera tan sincero. Y al rabino Loew también.

—Ah. Veo que vamos a ser honestos el uno con el otro esta tarde. Deberíamos hacerlo en un lugar suficientemente tranquilo que me permita disfrutar de la experiencia. Venid a mi estudio.

Nos guio hacia una de las pequeñas salas que había dentro de la madriguera de la planta baja. Me resultó reconfortantemente familiar, con aquella mesa llena de marcas y aquellos montones de libros. Reconocí el olor de la tinta y de algo que me recordaba a la caja de colonia que había en el estudio de danza de mi infancia. Un recipiente de hierro al lado de la puerta albergaba lo que parecían unas pequeñas manzanas marrones que se balanceaban arriba y abajo flotando en un líquido igualmente marrón. Aquello tenía pinta de hechizo e hizo que me preocupara por qué más podría haber al acecho en las desagradables profundidades del caldero.

—¿Os resulta más satisfactoria esta partida de tinta? — preguntó Edward, señalando una de las pelotas flotantes.

—Así es. Me habéis hecho un servicio al decirme que añadiera aquellos clavos a la olla. No requiere tanto hollín para que quede negro y la consistencia es mejor — comentó el rabino, antes de señalar hacia una silla—. Por favor, tomad asiento. —Esperó hasta que me hube acomodado y luego cogió el único asiento restante: una banqueta de tres patas—. Gabriel se quedará de pie. Aunque no es joven, tiene las piernas fuertes.

—Soy lo suficientemente joven para sentarme a vuestros pies como uno de vuestros alumnos, Maharal.

Edward sonrió y se dobló con elegancia para acomodarse con las piernas cruzadas.

—Mis estudiantes son demasiado sensatos como para sentarse en el suelo con este clima —replicó el rabino Loew, analizándome—. En fin. Al grano. ¿Por qué la esposa de Gabriel ben Ariel ha venido desde tan lejos en busca de un libro?

Tuve la desconcertante sensación de que no estaba hablando de mi viaje a través del río, ni siquiera a través de Europa. ¿Cómo era posible que supiera que no pertenecía a esa época?

En cuanto mi mente formuló la pregunta, el rostro de un hombre apareció flotando en el aire sobre el hombro del rabino Loew. Su rostro, aunque joven, ya mostraba arrugas de preocupación alrededor de un par de ojos grises hundidos, y la barba marrón oscura se estaba volviendo gris en el centro de la barbilla.

—Otro brujo os ha hablado de mí —dije en voz queda.

El rabino Loew asintió.

—Praga es una ciudad maravillosa para las noticias. Por desgracia, la mitad de lo que se dice es falso —lamentó el hombre, antes de quedarse en silencio—. ¿Y el libro? —me recordó el rabino Loew.

—Creemos que podría hablarnos de la creación de las criaturas como Edward y yo —le expliqué.

—Eso no es ningún misterio. Dios os creó, al igual que me creó a mí y al emperador Rodolfo —respondió el Maharal, acomodándose más en el asiento. Tenía la típica postura de profesor, una pose naturalmente desarrollada tras años dando a los estudiantes el espacio para pelearse con nuevas ideas. Noté una sensación familiar de ansiedad y temor mientras preparaba la respuesta. No quería defraudar al rabino Loew.

—Es posible, pero Dios nos ha proporcionado a algunos de nosotros talentos adicionales. Vos no podéis hacer que lo muerto recobre la vida, rabino Loew —dije, respondiéndole como si él fuera un profesor de Oxford—.

Ni hacer que caras desconocidas aparezcan ante vos cuando formuláis una simple pregunta.

—Cierto. Pero vos no gobernáis Bohemia y el alemán de vuestro esposo es mejor que el mío, aun cuando yo llevo conversando en dicho idioma desde niño. Cada uno de nosotros tiene unos dones únicos, frau Masen. En el aparente caos del mundo, siguen existiendo pruebas del plan divino.

—Habláis del plan divino con tanta confianza porque conocéis vuestros orígenes gracias a la Torá —repliqué—.

Bereishit, «al principio», es como llamáis al libro que los cristianos conocen como Génesis.¿No es cierto, rabino Loew?

—Parece que he estado discutiendo sobre teología con el miembro errado de la familia de Ariel —dijo el rabino secamente, aunque sus ojos brillaban maliciosos.

—¿Quién es Ariel? —pregunté.

—Mi padre es conocido como Ariel por el pueblo del rabino Loew —me explicó Edward.

—¿El ángel de la ira?

Fruncí el ceño. Eso no encajaba con el Carlisle que yo conocía.

—El señor que ejerce su soberanía sobre el mundo.

Algunos lo llaman el León de Jerusalén. Recientemente mi pueblo ha tenido razones para estar agradecido al León, aunque los judíos no han olvidado los numerosos errores que cometió en el pasado y nunca lo harán. Aunque Ariel se esfuerce en repararlo. Y el juicio le corresponde a Dios — aseguró el rabino. Luego valoró sus opciones y tomó una decisión—. El emperador sí me mostró ese libro. Por desgracia, Su Majestad no me proporcionó demasiado tiempo para estudiarlo.

—Cualquier cosa que podáis contarnos sobre él nos resultará útil —dijo Edward, visiblemente emocionado.

Se inclinó hacia delante, se llevó las rodillas al pecho y las abrazó, tal y como Jack hacía cuando escuchaba con atención una de las historias de Pierre. Por unos instantes, pude ver a mi marido con el aspecto que debía de tener de niño, mientras aprendía el oficio de carpintero.

—El emperador Rodolfo me llamó a palacio con la esperanza de que yo pudiera leer el texto. El alquimista, ese al que llaman Meshuggener Edward A, lo había tomado de la biblioteca de su señor, el inglés John Dee —declaró el rabino Loew. Acto seguido, suspiró y negó con la cabeza —. Es difícil entender por qué Dios eligió hacer a Dee culto pero necio, y a Edward A. ignorante pero astuto.

Meshuggener Edward A. le dijo al emperador que aquel libro ancestral contenía los secretos de la inmortalidad — continuó Loew—. Vivir eternamente es el sueño de todo hombre poderoso. Pero el texto estaba escrito en un idioma que nadie entendía, salvo el alquimista.

—Rodolfo os hizo llamar porque creía que era un texto antiguo en hebreo —dije, asintiendo.

—Bien puede ser antiguo, pero no es hebreo. También tenía imágenes. Yo no entendía el significado, pero Edward A. decía que eran de naturaleza alquímica. Puede que las palabras explicaran dichas imágenes.

—Cuando lo visteis, rabino Loew, ¿las palabras se movían? —pregunté, recordando las líneas que había visto merodeando bajo las ilustraciones de carácter alquímico.

—¿Cómo se iban a mover? —preguntó Loew, frunciendo el ceño—. Solo eran símbolos, escritos con tinta sobre la página.

—Entonces no está roto. Todavía no —dije, aliviada—.

Alguien le había arrancado varias páginas cuando lo vi en Oxford. Era imposible descifrar el significado del texto porque las palabras corrían de un lado a otro buscando a sus hermanos perdidos.

—Habláis como si el libro estuviera vivo —dijo el rabino Loew.

—Creo que lo está —confesé. Edward parecía sorprendido—. Parece increíble, lo sé. Pero cuando recuerdo aquella noche y lo que sucedió cuando lo toqué, esta es la única forma que encuentro de describirlo. El libro me reconoció. Era como… si estuviera dolido, en cierto modo, como si hubiera perdido algo esencial.

—Mi pueblo tiene historias relacionadas con libros escritos con llamas de verdad, con palabras que se mueven y giran para que solo los elegidos por Dios puedan leerlos.

El rabino Loew me estaba poniendo a prueba de nuevo.

Reconocí las señales de un profesor que interrogaba a sus alumnos.

—He oído esas historias —respondí lentamente—. Y también otras historias sobre libros perdidos: las tablas que Moisés destruyó, el libro de Adán en el que grabó los verdaderos nombres de cada parte de la creación…

—Si vuestro libro es tan importante como esos, tal vez sea la voluntad de Dios que permanezca oculto.

El rabino Loew se recostó una vez más y esperó.

—Pero no está oculto —dije—. Rodolfo sabe dónde está, aunque no pueda leerlo. ¿A quién le encomendaríais antes la custodia de un objeto tan poderoso: a Edward o al emperador?

—Conozco a muchos hombres sabios que opinarían que elegir entre Gabriel ben Ariel y Su Majestad no haría más que determinar el menor de dos demonios —dijo el rabino Loew. Su atención se centró en Edward—. Por suerte, no me encuentro yo mismo entre ellos. Aun así, no os puedo ayudar más. He visto ese libro…, pero desconozco su actual paradero.

—El libro está en manos de Rodolfo, o al menos lo estaba. Hasta que vos lo habéis confirmado, solo teníamos la sospecha del doctor Dee y las garantías de aquel a quien denomináis, acertadamente, Edward el Loco —dijoEdward, muy serio.

—Los locos pueden ser peligrosos —observó el rabino Loew—. Deberíais tener más cuidado con quien colgáis por las ventanas, Gabriel.

—¿Os habéis enterado de eso? —Edward parecía avergonzado.

—La ciudad es un hervidero de crónicas que aseguran que Meshuggener Edward andaba por Malá Strana volando con el diablo. Naturalmente, di por hecho que estabais involucrado —replicó el rabino Loew, esa vez con una nota de moderada reprobación—. Gabriel, Gabriel, ¿qué diría vuestro padre?

—Que debería haberlo dejado caer, sin duda. Mi padre tiene poca paciencia con las criaturas como Edward Aelley.

—Queréis decir con los locos.

—Quiero decir lo que he dicho, Maharal —respondió Edward, sin alterar la voz.

—El hombre a quien con tanta naturalidad habláis de matar es, por desgracia, la única persona que os puede ayudar a encontrar el libro de vuestra esposa. —El rabino Loew se quedó callado, sopesando sus palabras—. ¿Pero de verdad queréis conocer sus secretos? La vida y la muerte son grandes responsabilidades.

—Teniendo en cuenta lo que soy, no os sorprenderá que esté familiarizado con sus particulares cargas.

La sonrisa de Edward carecía de humor.

—Es posible. ¿Pero puede vuestra esposa cargar también con ellas? No siempre podréis acompañarla, Gabriel.

Aquellos que compartirían su sabiduría con una bruja no lo harán con vos.

—Así que existe un hacedor de hechizos que mora en el Barrio Judío —dije—. Me preguntaba si sería así, cuando oí hablar del golem.

—Lleva tiempo esperando que lo busquéis.

Desgraciadamente, solo consentirá en ver a una bruja como él. Mi amigo teme a la Congregación de Gabriel, y con razón —aseguró el rabino Loew.

—Me gustaría conocerlo, rabino Loew.

Había muy pocos de esos preciados tejedores en el mundo. No podía perder la oportunidad de conocer a aquel Edward se revolvió y una objeción se dispuso a salir de sus labios.

—Es importante, Edward —señalé, posando la mano sobre su brazo—. Le prometí a Goody Alsop no ignorar esa parte de mí mientras estuviera aquí.

—Uno debería encontrar la plenitud en el matrimonio, Gabriel, pero este no debería ser una prisión para ninguna de las partes —dijo el rabino Loew.

—Esto no tiene nada que ver con nuestro matrimonio ni con el hecho de que seas una bruja —me aseguró mi esposo levantándose, de manera que su ancho armazón llenó la habitación—. Puede ser peligroso para una mujer cristiana ser vista con un hombre judío —dijo Edward, pero cuando abrí la boca para protestar, negó con la cabeza —. No para ti. Para él. Debes hacer lo que el rabino Loew te diga que hagas. No quiero que ni él ni nadie del Barrio Judío sufra ningún daño, no por nuestra culpa.

—No haré nada que atraiga la atención sobre mi persona… o sobre el rabino Loew —prometí.

—Entonces ve a ver a ese tejedor. Estaré en el Ungelt, esperando.

Edward rozó con los labios mi mejilla y desapareció antes de que pudiera pensarlo dos veces. El rabino Loew parpadeó.

—Gabriel es sorprendentemente rápido, para ser tan grande —dijo el rabino, poniéndose en pie—. Me recuerda al tigre del emperador.

—Lo cierto es que los gatos tratan a Edward como si fuera uno más —dije, mientras pensaba en el gato de Sarah, Tabitha.

—La idea de haberos casado con un animal no os angustia. Gabriel es afortunado en su elección de esposa.

El rabino Loew recogió una toga negra y avisó al sirviente de que nos íbamos.

Partimos en una dirección diferente, supuestamente, aunque no podía estar segura dado que toda mi atención se centraba en las calles recién pavimentadas: las primeras que había visto desde que había llegado al pasado. Le pregunté al rabino Loew quién les había proporcionado un bien tan inusual.

Herr Maisel las ha pagado, junto con unos baños para las mujeres. Ayuda al emperador con algunos asuntillos financieros, como su guerra santa contra los turcos.

El rabino Loew esquivó un charco. Fue entonces cuando vi el anillo de oro cosido a la tela, sobre su corazón.

—¿Qué es eso? —pregunté, señalando con la cabeza la insignia.

—Advierte a los cristianos desprevenidos de que soy judío —respondió el rabino Loew con ironía—. Hace tiempo que creo que incluso los más necios acabarían descubriéndolo, con o sin insignia. Pero las autoridades insisten en que no debe quedar lugar a dudas —dijo el hombre, en voz más baja—. Además, es mucho más deseable que el gorro que obligaron a llevar en su día a los judíos. Amarillo fuerte y con la forma de una pieza de ajedrez. Intentad ignorar eso en el mercado.

—Eso es lo que los humanos nos harían a Edward y a mí si supieran que vivimos entre ellos —comenté, con un escalofrío—. A veces es mejor esconderse.

—¿Es eso lo que hace la Congregación de Gabriel? ¿Ocultaros?

—Si es así, están haciendo un trabajo mediocre —dije, riéndome—. Frau Huber cree que hay un hombre lobo rondando por el Foso de los Venados. Vuestros vecinos de Praga piensan que Edward Aelley puede volar. Los humanos están cazando brujas en Alemania y Escocia. E Isabel de Inglaterra y Rodolfo de Austria lo saben todo de nosotros. Supongo que deberíamos estar agradecidos de que algunos reyes y reinas nos toleren.

—La tolerancia no siempre es suficiente. Los judíos son tolerados en Praga, por el momento, pero la situación puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces nos encontraríamos de repente en el campo, muriéndonos de hambre sobre la nieve.

El rabino Loew giró en un estrecho callejón y entró en una casa idéntica a la mayoría de las otras casas de la mayoría de los otros callejones por los que habíamos pasado. En el interior, había dos hombres sentados a una mesa llena de instrumentos matemáticos, libros, velas y papeles.

—¡La astronomía nos proporcionará puntos en común con los cristianos! —exclamó uno de los hombres en alemán, mientras empujaba un pedazo de papel hacia su compañero. Tenía unos cincuenta años, una espesa barba gris y un hueso frontal tan prominente que le protegía los ojos. Sus hombros mostraban la curvatura crónica típica de la mayoría de los eruditos.

—¡Basta, David! —estalló el otro—. Puede que los puntos en común no sean la tierra prometida que esperamos.

—Abraham, esta dama desea hablar contigo —dijo el rabino Loew, interrumpiendo el debate.

—Todas las mujeres de Praga desean conocer a Abraham

—dicho lo cual David, el erudito, se levantó—. ¿La hija de quién requiere un hechizo de amor, esta vez?

—No es su padre quien debería interesarte, sino su marido. Esta es frau Masen, la esposa del inglés.

—¿A la que el emperador llama «la diosa»? —preguntó David, antes de echarse a reír y propinarle una palmada en el hombro a Abraham—. Tu suerte ha cambiado, amigo mío. Estás atrapado entre un rey, una diosa y un nachzehrer.

Mi limitado alemán sugería que aquella palabra desconocida significaba «devorador de muertos».

Abraham dijo alguna grosería en hebreo, si la expresión de reproche del rabino Loew servía de indicativo, y dio media vuelta para mirarme a la cara, finalmente. El brujo inspeccionó a la bruja y viceversa, pero ninguno de los dos fue capaz de sostener la mirada demasiado tiempo. Yo me volví con un respingo y él hizo un gesto de dolor y presionó los párpados con los dedos. Toda la piel me hormigueaba, no solo donde sus ojos se habían posado. Y el aire entre nosotros era una masa de diferentes tonos brillantes.

—¿Es a quien estabas esperando, Abraham ben Elijah? — preguntó el rabino Loew.

—Lo es —respondió Abraham, antes de alejarse de mí y poner los puños sobre la mesa—. Aunque mis sueños no me dijeron que era la esposa de un alukah.

—¿Alukah?

Miré al rabino Loew en busca de una explicación. Si la palabra era alemana, no lograba descifrarla.

—Sanguijuela. Es como los judíos llaman a las criaturas como vuestro marido —respondió—. Por si te interesa, Abraham, Gabriel ha dado el visto bueno a la reunión.

—¿Crees que confío en la palabra del monstruo que juzga a mi pueblo desde su asiento del Qahal mientras hace la vista gorda con aquellos que los asesinan? —gritó Abraham.

Quería alegar que este no era el mismo Gabriel —el mismo Edward—, pero me mordí la lengua. Algo que yo dijera podría hacer que toda la gente de la sala fuera asesinada dentro de otros seis meses, cuando el Edward del siglo XVI estuviera de vuelta donde le correspondía.

—No estoy aquí por mi marido ni por la Congregación —dije, dando un paso adelante—. Estoy aquí por mí misma.

—¿Por qué? —reclamó Abraham.

—Porque yo también soy una hacedora de hechizos. Y no quedamos muchos.

—Había más, antes de que el Qahal, la Congregación, concibiera sus reglas —dijo Abraham con tono desafiante —. Dios mediante, viviremos para ver nacer a hijos nuestros con esos dones.

—Hablando de hijos, ¿dónde está vuestro golem? — pregunté.

David soltó una carcajada.

—Mamá Abraham. ¿Qué diría tu familia de Chelm?

—¡Diría que me he hecho amigo de un asno sin nada en la cabeza salvo estrellas y vanas fantasías, David Gans! — exclamó Abraham, poniéndose colorado.

Mi dragón escupe fuego, que llevaba varios días inquieto, al oír tal algarabía, cobró vida con un rugido. Antes de que pudiera detenerlo, se liberó. El rabino Loew y sus amigos se quedaron boquiabiertos al verlo.

—A veces hace estas cosas. No hay nada de qué preocuparse —les aseguré. Mi tono de voz pasó de justificativo a enérgico mientras reprendía a mi indisciplinado espíritu familiar—. ¡Baja de ahí!

El dragón se aferró con más fuerza a la pared y me chilló. El antiguo yeso no estaba preparado para la tarea de soportar a una criatura de tres metros de envergadura. Un gran pedazo se desprendió y él trinó, alarmado. Entonces dio un latigazo con la cola hacia un lado y se ancló a la pared adyacente para sentirse más seguro. El animal ululó, triunfante.

—Si no dejas de hacer eso, voy a tener que permitir que Gallowglass te ponga un nombre verdaderamente diabólico —murmuré—. ¿Alguien ve la correa? Es como una cadena de malla —dije. Empecé a buscar por el rodapié y la encontré detrás del cesto de las astillas, todavía conectada a mí—. ¿Podría alguien sujetar la cuerda un minuto, mientras la controlo?

Me di la vuelta, con las manos llenas de eslabones traslúcidos. Los hombres habían desaparecido.

—Típico —murmuré—. Tres hombres hechos y derechos y una mujer, y adivina quién se queda tirada con el dragón.

Se oyeron unos pasos pesados caminando ruidosamente sobre el suelo de madera. Incliné el cuerpo para poder ver más allá de la puerta. Una pequeña criatura rojiza que llevaba puesta ropa oscura y un gorro negro sobre la cabeza calva miraba fijamente a mi dragón.

—No, Yosef.

Abraham se interpuso entre la criatura y yo con las manos levantadas, como si fuera a intentar razonar con aquella cosa. Pero el golem —dado que aquella debía de ser la legendaria criatura creada del barro del Moldava y animada mediante un hechizo— continuaba avanzando en dirección al dragón.

—Yosef está fascinado con el dragón de la bruja —dijo David.

—Creo que el golem comparte el gusto de su hacedor por las muchachas guapas —dijo el rabino Loew—. Por lo que he leído, al parecer el espíritu familiar de un brujo a menudo posee ciertas características de su creador.

—¿El golem es el espíritu familiar de Abraham? — pregunté, sorprendida.

—Sí. No apareció cuando hice el primer hechizo. Estaba empezando a pensar que no tenía.

Abraham le hacía gestos con las manos a Yosef, pero el golem observaba sin parpadear al dragón, que estaba despatarrado contra la pared. Como si supiera que tenía un admirador, el dragón extendió las alas para que las membranas reflejaran la luz.

Yo levanté la cadena.

—¿No venía con algo así?

—Parece que a vos la cadena no os está ayudando mucho —observó Abraham.

—¡Tengo que aprender! —repliqué, indignada—. El dragón apareció cuando tejí mi primer hechizo. ¿Cómo hicisteis a Yosef?

Abraham sacó un rudimentario manojo de cuerdas del bolsillo.

—Con cuerdas como estas.

—Yo también tengo cordones.

Busqué los torzales en la cartera que llevaba oculta en el bolsillo de la falda.

—¿Los colores os ayudan a diferenciar las hebras del mundo y a usarlas de forma más efectiva?

Abraham avanzó hacia mí, interesado en aquella variante de tejido.

—Sí. Cada color tiene un significado. Al hacer un nuevo hechizo uso los cordones para centrarme en una cuestión en concreto —le expliqué. Luego miré al golem, confusa.

Seguía observando al dragón—. ¿Pero cómo convertisteis los hilos en una criatura?

—Una mujer acudió a mí para pedirme un nuevo hechizo que la ayudara a concebir. Empecé a hacer nudos en la cuerda, mientras consideraba su petición, y acabé construyendo algo que se parecía al esqueleto de un hombre.

Abraham fue hacia el escritorio, cogió un trozo de papel de David y, a pesar de las protestas de su amigo, hizo un boceto de lo que quería decir.

—Parece un títere —dije, observando el dibujo. Había nueve nudos conectados por líneas rectas de cuerda: un nudo para la cabeza, uno para el corazón, dos para las manos, otro para la pelvis, dos más para las rodillas y, finalmente, otro par para los pies.

—Mezclé arcilla con un poco de mi propia sangre y la puse sobre la cuerda como si fuera carne. A la mañana siguiente, Yosef estaba sentado al lado de la chimenea.

—Disteis vida a la arcilla —dije, mientras observaba al embelesado golem.

Abraham asintió.

—Lleva en la boca un hechizo con el nombre secreto de Dios. Mientras este permanezca ahí, Yosef caminará y obedecerá mis instrucciones. La mayoría de las veces.

—Yosef es incapaz de tomar sus propias decisiones — explicó el rabino Loew—. Insuflar vida a la arcilla y la sangre no hace que la criatura tenga alma, después de todo.

Por eso Abraham no puede perder de vista al golem, por temor a que Yosef haga alguna diablura.

—Olvidé quitarle el hechizo de la boca un domingo, en la hora del rezo —confesó Abraham tímidamente—. Sin nadie que le dijera qué hacer, Yosef se alejó del Barrio Judío y asustó a nuestros vecinos cristianos. Ahora los judíos creen que la intención de Yosef es protegernos.

—El trabajo de una madre no termina nunca —murmuré, con una sonrisa—. Hablando de eso…

Mi dragón escupe fuego se había quedado dormido y roncaba suavemente, con la mejilla apoyada sobre el enlucido. Con cuidado, para no enfadarlo, tiré de la cadena hasta que se soltó de la pared. Sacudió las alas con somnolencia, se volvió tan transparente como el humo y se disolvió lentamente en la nada mientras mi cuerpo volvía a absorberlo.

—Ojalá Yosef pudiera hacer eso —dijo Abraham con envidia.

—¡Y ojalá yo pudiera hacer que se estuviera quieto quitándole un trozo de papel de debajo de la lengua! — repliqué.

Segundos después, noté una sensación heladora en la espalda.

—¿Quién es esa? —preguntó una voz grave.

El recién llegado no era corpulento ni intimidaba físicamente, aunque era un vampiro. Tenía unos ojos azul oscuro enmarcados por un rostro alargado y pálido que se encontraba bajo una cabellera negra. Había algo autoritario en la mirada que me dirigió e, instintivamente, di un paso atrás para alejarme de él.

—No es de vuestra incumbencia, herr Fuchs — respondió Abraham en tono cortante.

—No es necesario ser maleducado, Abraham —replicó el rabino Loew, antes de concentrarse en el vampiro—.

Esta es frau Masen, herr Fuchs. Ha venido de Malá Strana para visitar el Barrio Judío.

El vampiro clavó los ojos en mí y las ventanas de su nariz se dilataron como las de Edward cuando captaba un nuevo olor. Cerró los párpados. Yo di otro paso atrás.

—¿Por qué estáis aquí, herr Fuchs? Os dije que me reuniría con vos delante de la sinagoga —dijo Abraham, claramente nervioso.

—Llegabais tarde —respondió herr Fuchs. Luego, de repente, abrió aquellos ojos azules y me sonrió—. Pero ahora que sé por qué os entretuvisteis, ya no me importa.

Herr Fuchs ha venido de visita desde Polonia, donde él y Abraham se conocieron —dijo el rabino Loew, para acabar con las presentaciones.

Alguien en la calle gritó un saludo.

—Aquí está herr Maisel —dijo Abraham.

Aparentemente se sintió tan aliviado como yo.

Herr Maisel, proveedor de calles pavimentadas y cumplidor de presupuestos de defensa imperial, transmitía su prosperidad por medio de su traje de lana de corte impecable, su capa con ribetes de piel y el círculo amarillo chillón que anunciaba que era judío. Eso último iba sujeto a la capa con hilo dorado, lo que hacía que pareciera más la insignia de un noble que una marca diferenciadora.

—Estáis aquí, herr Fuchs —dijo herr Maisel, y le tendió un saquito al vampiro—. Tengo vuestra joya.

Maisel se inclinó ante el rabino Loew y ante mí.

—Señora Masen.

El vampiro cogió la bolsita y extrajo una gruesa cadena con un colgante. No podía ver bien el diseño, aunque el barniz rojo y verde era liso. El vampiro mostró la dentadura.

—Gracias, herr Maisel —dijo Fuchs levantando la joya.

Los colores se iluminaron con la luz—. La cadena simboliza mi juramento de dar muerte a los dragones, no importa dónde se encuentren. Echaba de menos llevarlo puesto. La ciudad está llena de peligrosas criaturas, hoy en día. Herr Maisel resopló.

—No más de lo normal. E ignorad la política ciudadana, herr Fuchs. Será mejor para todos nosotros si lo hacéis. ¿Estáis lista para reuniros con vuestro marido, frau Masen? No es precisamente el más paciente de los hombres.

Herr Maisel os devolverá sana y salva al Ungelt —

prometió el rabino Loew, antes de dirigir una prolongada mirada a herr Fuchs—. Acompaña a Bella a la calle,

Abraham. Vos os quedaréis conmigo, herr Fuchs, para hablarme de Polonia.

—Gracias, rabino Loew.

Hice una genuflexión de agradecimiento.

—Ha sido un placer, frau Masen —respondió el rabino Loew. Entonces se quedó callado unos instantes—. Y, si disponéis de tiempo, podríais reflexionar sobre lo que os he dicho antes. Ninguno de nosotros podemos escondernos eternamente.

—No.

Teniendo en cuenta los horrores que los judíos de Praga verían a lo largo de los próximos siglos, deseé que estuviera equivocado. Tras asentir por última vez hacia herr Fuchs, abandoné la habitación con herr Maisel y Abraham.

—Un momento, herr Maisel —dijo Abraham cuando estuvimos fuera del alcance del oído de la casa.

—Rápido, Abraham —le azuzó herr Maisel, mientras retrocedía unos cuantos pasos.

—Tengo entendido que estáis buscando algo en Praga, frau Masen. Un libro.

—¿Cómo lo sabéis? —pregunté, y sentí un zumbido de alarma.

—La mayoría de los brujos de la ciudad lo saben, pero yo puedo ver cómo estáis conectada con él. El libro está vigilado muy de cerca y la fuerza no os servirá para liberarlo —aseguró Abraham con seriedad—. Este debe acudir a vos o lo perderéis para siempre.

—Es un libro, Abraham. A menos que le salgan piernas, vamos a tener que entrar en el palacio de Rodolfo y cogerlo.

—Sé lo que veo —replicó Abraham, reiterativo—. El libro acudirá a vos solo con que se lo pidáis. No lo olvidéis.

—No lo haré —prometí. Herr Maisel miraba deliberadamente en nuestra dirección—. Tengo que irme.

Gracias por recibirme y presentarme a Yosef.

—Que Dios os guarde, Bella Masen —dijo Abraham

solemnemente, con expresión seria. Herr Maisel me escoltó durante la corta distancia que había del Barrio Judío a la Ciudad Vieja. Su espaciosa plaza estaba atestada de gente. Las dos torres de Nuestra Señora del Tynse erigían a nuestra izquierda, mientras el perfil imperturbable del ayuntamiento se agazapaba a la derecha.

—Si no tuviéramos que reunirnos con herr Masen, nos detendríamos para ver cómo da la hora el reloj —dijo herr Maisel, excusándose—. Debéis pedirle que os lleve por delante de él de camino al puente. Todo aquel que visite Praga debería verlo.

En el Ungelt, donde los comerciantes extranjeros negociaban bajo la atenta mirada del agente de aduanas, los mercaderes miraron a Maisel con abierta hostilidad.

—Aquí está vuestra esposa, herr Masen. Me he asegurado de llevarla por delante de las mejores tiendas mientras veníamos de camino para reunirnos con vos. No tendrá problemas para encontrar al mejor artesano de Praga que satisfaga sus necesidades y las de vuestro hogar. Maisel sonrió a Edward.

—Gracias, herr Maisel. Os estoy agradecido por vuestra ayuda y me aseguraré de poner vuestra amabilidad en conocimiento de Su Majestad.

—Es mi trabajo, herr Masen, velar por la prosperidad de los hombres de Su Majestad. Y ha sido un placer también, desde luego. Me he tomado la libertad de alquilar caballos para vuestro regreso. Os están esperando al lado de la torre del reloj.

Maisel se tocó un lado de la nariz y guiñó un ojo con aire conspirador.

—Pensáis en todo, herr Maisel —susurró Edward.

—Alguien tiene que hacerlo, herr Masen —respondió Maisel.

De vuelta en los Tres Cuervos, todavía me estaba quitando la capa cuando un niño de ocho años y una fregona voladora estuvieron a punto de derribarme. La fregona estaba adosada a una lengua de un vivo color rosa y a una fría nariz negra.

—¿Qué es esto? —bramó Edward, mientras me sujetaba para que pudiera encontrar el palo de la fregona.

—Se llama Lobero. Gallowglass dice que crecerá hasta convertirse en una gran bestia y que tal vez consiga una montura adaptada a él para usar como correa. A Annie también le encanta. Dice que dormirá con ella, pero yo creo que deberíamos compartirlo. ¿Qué os parece? — preguntó Jack, bailando de emoción.

—Esa diminuta bola de greñas venía con una nota —dijo Gallowglass. Se alejó del marco de la puerta y caminó hacia Edward para entregársela.

—¿Es necesario que pregunte quién ha enviado la criatura? —dijo Edward, arrancándole la carta de las manos.

—Oh, no lo creo —dijo Gallowglass, entornando los ojos—. ¿Ha ocurrido algo mientras estabas fuera, tiíta? Pareces rendida.

—Solo estoy cansada —repliqué con un despreocupado movimiento de la mano. Las greñas tenían dientes además de lengua, y me mordieron los dedos cuando pasaron por delante de su boca, todavía sin descubrir—. ¡Ay!

—Esto tiene que parar.

Edward  arrugó el papel entre los dedos y lo tiró al suelo. Las greñas saltaron sobre él con un ladrido de alegría.

—¿Qué decía la nota?

Estaba bastante segura de que sabía quién había enviado el cachorro.

—«Ich bin Lobero. Ich will euch aus den Schatten der Nacht zu schützen» —dijo Edward, inexpresivamente.

Emití un sonido de impaciencia.

—¿Por qué sigue escribiéndome en alemán? Rodolfo sabe que me cuesta entenderlo.

—Su Majestad se deleita al saber que yo tendré que traducir sus demostraciones de amor.

—Oh —respondí, y me quedé callada—. ¿Y qué quiere decir?

—«Soy Lobero. Os protegeré de la sombra de la noche».

—¿Y qué significa «Lobero»? —Una vez, hacía muchas lunas, Esme me había enseñado que los nombres eran importantes.

—Significa «cazador de lobos» en español, tiíta —dijo Gallowglass, y cogió la bola de greñas—. Esta menudencia es un perro guardián húngaro. Lobero crecerá tanto que será capaz de derribar a un oso. Son feroces protectores…, y nocturnos.

—¡Un oso! Cuando nos lo llevemos a Londres, le ataré una cinta alrededor del cuello y me lo llevaré a las peleas de osos para que pueda aprender a luchar —dijo Jack con desbordante alegría infantil—. Lobero es un nombre muy valiente, ¿no creéis? El señor Shakespeare querrá usarlo en su siguiente obra —aseguró Jack, mientras se retorcía los dedos mirando hacia el cachorro. Gallowglass depositó solícitamente la serpenteante mata de pelo blanco en los brazos del niño—. ¡Annie! ¡Yo seré el siguiente en alimentar a Lobero!

Jack salió disparado escaleras arriba, sujetando al perro con una fuerza brutal.

—¿Me los llevo unas horas? —preguntó Gallowglass, tras observar detenidamente el tormentoso rostro de Edward.

—¿La casa de Emmett está vacía?

—No hay inquilinos en ella, si te refieres a eso.

—Llévatelos a todos.

Edward me quitó la capa de los hombros.

—¿Incluido Lobero?

—Especialmente a Lobero.

Jack parloteó como una urraca durante la cena, se peleó con Annie y se las arregló para desviar una buena cantidad de comida hacia Lobero por medio de una serie de métodos ocultos. Entre el perro y el niño, casi fue posible ignorar el hecho de que Edward estaba reconsiderando los planes nocturnos. Por otra parte, él era un animal de manada y en parte disfrutaba al tener que cuidar de tantas vidas. Sin embargo, también era un depredador y tenía la inquietante sensación de que yo sería la presa de aquella noche. El depredador ganó. Ni a Tereza ni a Karolina les permitieron quedarse.

—¿Por qué los has echado a todos?

Estábamos todavía al lado del fuego de la habitación principal de la casa, en el primer piso, donde los reconfortantes aromas de la cena continuaban llenando el aire.—

¿Qué ha sucedido esta tarde? —preguntó.

—Primero responde a mi pregunta.

—No me presiones. Esta noche no —me advirtió Edward.

—¿Crees que yo he tenido un día fácil?

El aire que había entre nosotros chisporroteaba con hebras azules y negras. El aspecto era siniestro y la sensación, peor aún.

—No —respondió Edward, deslizando la silla hacia atrás—. Pero me estás ocultando algo, Bella. ¿Qué ha sucedido con el brujo?

Me quedé mirándolo fijamente.

—Estoy esperando.

—Puedes esperar hasta que el infierno se congele, Edward, porque yo no soy tu sirvienta. Te he hecho una pregunta.

Los hilos se volvieron de color púrpura y empezaron a retorcerse y a deformarse.

—Los he echado para que no pudieran ser testigos de esta conversación. Ahora dime, ¿qué ha pasado?

El olor a clavo era asfixiante.

—He conocido al golem. Y a su creador, un tejedor judío llamado Abraham. Él también tiene el poder de la animación.

—Te he dicho que no me gusta que juegues con la vida y la muerte.

Edward se sirvió más vino.

—Tú juegas con ellas constantemente y acepto que forma parte de lo que eres. Vas a tener que aceptar que también forma parte de mí.

—Y ese tal Abraham ¿quién es? —preguntó mi marido.

—Por Dios, Edward. No puedes estar celoso porque haya conocido a otro tejedor.

—¿Celoso? Hace tiempo que he superado ese sentimiento propio de los sangre caliente —aseguró, antesde beber un trago de vino.

—¿Por qué esta tarde es diferente a cualquier otro día que pasamos separados mientras estás trabajando para la Congregación y para tu padre?

—Es diferente porque puedo oler a cada una de las personas con las que has estado hoy en contacto. Ya es suficientemente malo que siempre lleves contigo el olor de Annie y Jack. Gallowglass y Pierre intentan no tocarte,

pero no pueden evitarlo: pasan demasiado tiempo a tu lado.

A ello hay que añadir los olores del Maharal y herr Maisel y de, al menos, otros dos hombres. El único aroma que soporto mezclado con el tuyo es el mío propio, pero no puedo tenerte en una jaula y por eso intento sobrellevarlo lo mejor que puedo.

Edward posó la copa y se puso en pie para intentar poner cierta distancia entre ambos.

—Eso me suena a celos.

—Pues no lo son. Los celos podría controlarlos —dijo, furioso—. Lo que siento ahora, esta lacerante sensación de pérdida y rabia porque no puedo obtener una impresión clara de ti en el caos de nuestra vida, me resulta incontrolable.

Tenía las pupilas dilatadas, cada vez más.

—Eso es porque eres un vampiro. Eres posesivo. Así eres tú —dije inexpresivamente, acercándome a él a pesar de su rabia—. Y yo soy una bruja. Prometiste aceptarme como soy: luz y oscuridad, mujer y bruja, una persona independiente además de tu esposa. ¿Y si había cambiado de parecer? ¿Y si no estaba dispuesto a tener ese tipo de incertidumbre en su vida?

—Y te acepto.

Edward extendió un dedo dulcemente y me tocó la mejilla.

—No, Edward. Me toleras, porque crees que un día conseguiré someter mi magia. El rabino Loew me ha advertido de que la tolerancia puede ser revocada y hacer que te encuentres fuera, a la intemperie. Mi magia no es algo que tenga que controlar. Soy yo. Y no voy a esconderme de ti. El amor no es eso.

—De acuerdo. Nada de esconderse.

—Bien.

Suspiré aliviada, pero me duró poco.

Edward me levantó de la silla y me puso contra la pared  en un limpio movimiento, presionando con su muslo entre los míos. Me soltó un rizo de manera que me colgara por el cuello y sobre el pecho. Sin liberarme, inclinó la cabeza y apretó los labios contra el extremo de mi corpiño. Me estremecí. Hacía algún tiempo que no me besaba allí y nuestra vida sexual era prácticamente inexistente desde el aborto. Los labios de Edward me rozaron la mandíbula y las venas del cuello.

Lo agarré por el pelo y le aparté la cabeza.

—No lo hagas. A menos que tengas pensado acabar lo que has empezado. Ya tengo suficientes líos y besos de arrepentimiento para toda una vida.

Con unos cuantos movimientos de vampiro cegadoramente rápidos, Edward aflojó los cordones de sus bombachos, me levantó la falda alrededor de la cintura y se hundió en mí. No era la primera vez que alguien me tomaba contra la pared para intentar olvidar sus problemas durante unos preciosos instantes. En varias ocasiones, incluso yo había sido la agresora.

—Esto es entre tú y yo, nada más. Nada de niños. Ni del maldito libro. Ni del emperador y sus regalos. Esta noche los únicos olores en esta casa serán los nuestros.

Las manos de Edward me apretaron las nalgas y sus dedos fueron lo único que impidió que me magullara mientras sus empellones empujaban mi cuerpo contra la pared. Envolví las manos en el cuello de su camisa y atraje su cara hacia la mía, ávida de su sabor. Pero Edward no estaba por la labor de dejarme controlar los besos más que el acto sexual. Sus labios se comportaban con dureza y exigencia y, cuando persistí en mis intentos de llegar a la mano de arriba, me dio un mordisquillo de advertencia en el labio inferior.

—Dios mío —dije sin aliento mientras su ritmo constante hacía que mi excitación se precipitara hacia la liberación—. Oh…

—Esta noche no pienso compartirte ni con Él.

Edward ahogó el resto de mi exclamación con un beso.

Una de sus manos continuaba agarrándome el trasero y la otra estaba hundida entre mis piernas.

—¿Quién es el dueño de tu corazón, Bella? —preguntó Edward, mientras con un golpe de pulgar amenazaba con llevarme más allá de los límites de la cordura. Se movió y volvió a moverse. Esperó la respuesta—. Dilo —gruñó.

—Ya sabes la respuesta —dije—. Tú eres el dueño de mi corazón.

—Solo yo —dijo, mientras se movía otra vez de manera que la tensión acumulada entre los dos finalmente se liberó.

—Solo… tú… para siempre —jadeé, mientras mis piernas se agitaban alrededor de sus caderas. Deslicé los pies hasta el suelo. Edward respiraba con fuerza, presionando la frente contra la mía. Vi en sus ojos el brillo fugaz de la culpa, mientras me bajaba las sayas. Me besó con dulzura, casi con castidad.

El acto sexual, no importaba lo intenso que fuera, no había satisfecho lo que estuviera llevando a Edward a continuar poseyéndome a pesar del hecho de que yo era indiscutiblemente suya. Estaba empezando a preocuparme que nada pudiera hacerlo.

Mi frustración se desbordó y tomó la forma de un violento golpe de aire que lo alejó de mí hacia la pared de enfrente. Los ojos de Edward se volvieron negros por el cambio de posición.

—¿Y a ti qué te ha parecido, amor mío? —pregunté en voz baja. Edward puso cara de sorpresa. Chasqueé los dedos para hacer que el aire lo liberara. Flexionó los músculos mientras recuperaba la movilidad. Abrió la boca para hablar—. Ni se te ocurra disculparte —dije con ferocidad—. Si me hubieras tocado de forma que no me gustara, habría dicho que no. —La boca de Edward se tensó—. No puedo dejar de pensar en tu amigo Giordano Bruno: «El deseo me impulsa, así como el miedo me refrena». No temo tu poder, tu fuerza, ni ninguna otra cosa. ¿Qué es lo que te da miedo de mí, Edward?

Unos labios pesarosos acariciaron los míos. Aquello, junto con el susurro de la brisa contra las faldas, me hizo saber que había decidido huir en lugar de responder.

Capítulo 71: CAPÍTULO 71 Capítulo 73: CAPÍTULO 73

 


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